Confesando nuestra debilidad

 

Decir humanidad es confesar nuestra debilidad. Cuando nos asomamos al Ser humano en su totalidad lo encontramos frágil, limitado, fraguado en polvo, barro, lodo. Aceptar esto nos levanta, nos eleva sobre nuestra propia miseria y nos ayuda a aceptar nuestra precariedad. Es a la vez, el humus fecundante de nuestra grandeza. Es desde abajo desde donde se crece, no a la inversa. Las alturas dan vértigo. Comprender nuestra pequeñez nos permite hilvanar la fuerza de la confianza que nos transforma.

Ezequiel es un gran profeta. Se le llama el “párroco de la cautividad”. Acompaña a su pueblo, es voz que levanta y estimula. Pero ya desde el principio, en lugar de profeta, se le llama ‘hombre’, es decir, hijo de la tierra. Eso somos los humanos. Y esta tierra convertida en Profeta, clama y grita y proclama. Pero su fuerza choca contra un ‘pueblo rebelde’. Contra una debilidad que perdió la memoria, memoria aquella de la pequeñez que se levanta sobre sus propias miserias.

Pablo, en su grandeza exaltada hasta el ‘tercer cielo’, se ve aguijoneado por una espina que lo tortura y le recuerda su debilidad. Algo lleva Pablo dentro como secreto sagrado y detonante permanente de su pequeñez. Cada ser humano llevamos en nuestro interior algo que nos denuncia y nos recuerda los orígenes y limitación, aquellas raíces que nos devuelven la memoria-tierra para decírnoslo en murmullo tenue, lo pequeño y lo débil que somos.

Jesús afronta el rechazo de su pueblo y de su familia. Allí donde se presumía que era bien conocido y que, supuestamente, debía ser bien aceptado, encuentra la incomprensión y la cerrazón más estrecha. ¿Y por qué será? Fue visto como un peligro para la misma religión y para aquel modelo de sociedad familiar. Su talante imprimía tal novedad, que suscitaba de inmediato contradicción entre sus paisanos y parientes. Seguir a Jesús implica esta toma de posición: Desde nuestra debilidad, aceptarlo como nuestro Salvador.

Cochabamba 08.07.18

jesús e. osorno g. mxy

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