22ª semana del tiempo
ordinario. Martes: Lc 4, 31-37
Hoy nos trae el evangelio
el que parece ser el primer milagro de Jesús, por lo menos aquí en san Lucas.
Se trata de un exorcismo con el que Jesús expulsa un demonio de una persona. Comienza con una
circunstancia que condiciona en parte el hecho milagroso. Jesús no había sido
bien acogido como predicador en su propio pueblo de Nazaret y se marcha a Cafarnaún. El evangelio dice: “bajó a Cafarnaún”.
Este era un pueblo junto al lago, mientras que Nazaret estaba un poco en la
montaña. Aquí Jesús no es tan conocido y además puede ser escuchado con agrado
por una parte del pueblo, ya que es un pueblo donde hay gentes de diversas
nacionalidades y diversas culturas por estar cerca de una importante vía de
comunicaciones.
Jesús habla en la sinagoga
y la gente queda maravillada porque “habla con autoridad”. Estaban aquellas
gentes acostumbradas a escuchar la explicación de
Todos los evangelistas, de
una o de otra manera, hacen hincapié en esta autoridad de las palabras de
Jesús. Son palabras que testimonian su vivencia interior con Dios, su Padre, y
que se reflejan en el actuar de su vida. Es una gran enseñanza para todos
nosotros, especialmente para los que de alguna manera tienen autoridad, como
todos los padres y madres de familia. ¿Qué autoridad puede demostrar un padre
hacia su hijo si primeramente no le da ejemplo de lo que quiere enseñarle? En
realidad todos debemos llegar a ser educadores en la fe. Hay algunos que se han
preparado especialmente para ser catequistas. Quizá buscan saber expresar bien
las verdades de la fe. Esto está muy bien; pero lo más importante es ser
transmisores de esa verdad con el ejemplo de la propia vida, siendo imitadores
lo más posible de la vida de Cristo.
Jesús habla con autoridad,
no sólo por su palabra, sino también por los hechos de liberación. Dice el
evangelio que Jesús estaba hablando, cuando un endemoniado, o un loco podríamos
decir, comienza a gritar. Quizá había oído que en Nazaret Jesús había comentado
las palabras del profeta Isaías, proclamándose Mesías. Y es eso lo que grita. Y
parece ser que lo hace en nombre de algunos de los presentes. Es muy posible
que ya se había corrido la voz de lo que había pasado en Nazaret y cómo los de
allí, como otros muchos, no estaban de acuerdo en el sentido mesiánico que
quería dar Jesús a su persona: un sentido de amor, de liberación por el bien misericordioso.
Más bien preferían un mesías guerrero, triunfador sobre los enemigos. Esa era
una verdadera tentación del demonio. Y Jesús la rechaza de plano y separa de
ese hombre el demonio de la mentira y de la discordia que pretende sembrar
entre la gente.
Entre nosotros también anda
rondando el demonio y quizá hasta está muy dentro por las envidias, odios, egoísmos
y tantos otros vicios. Jesús es “el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo”. Debemos acudir en ayuda para nosotros o para tantas personas
aprisionadas por el mal. Hoy Jesús, con este milagro, comienza su triunfo sobre
el mal. Y sigue en nuestros tiempos lanzando fuera muchas clases de demonios.
Pero hoy lo que quiere es que nosotros le ayudemos en esta santa tarea de
vencer al mal y hacer que triunfe el bien. No será por la fuerza, sino por la
entrega de nuestra vida a Cristo y por la oración, sabiendo estar unidos en
sentimientos y en afectos con Dios, nuestro Padre, que nunca nos abandona.