23ª semana del tiempo ordinario.
Domingo B: Mc 7, 31-37
Jesús estaba fuera de los
límites de Israel. Estaba en el extranjero, viniendo de Tiro y Sidón. Esto lo
hacía alguna vez cuando necesitaba estar más a solas con los apóstoles. Sin
embargo allí también es conocido y le llevan a un sordomudo para que le cure.
En realidad la gran enfermedad era la sordera. Si no oía, tampoco podía hablar.
Para los israelitas religiosos era una desgracia muy grande, porque al no oír,
no podía tener conocimiento de la ley, y no podía cumplirla ni alabar a Dios.
Jesús siempre está abierto
para el consuelo y el remedio a las miserias humanas, a las que se inclina con
su inmensa misericordia. Le dicen que le imponga las manos. Seguramente era el
signo más frecuente de Jesús con los enfermos. Pero aquí usa unos signos más
visibles. Dicen que los mudos son algo desconfiados con lo que vayan a hacerles
y Jesús emplea signos que el mudo pueda ver, de modo que pueda entender la
ayuda que Jesús quiere darle. Mete los dedos en sus oídos, toca la lengua con
un poco de saliva, mira al cielo y suspira. Lo de la saliva era seguir una
creencia popular de que tenía una virtud o fuerza especial. Mira al cielo dando
a entender que se encomienda a su Padre Dios y suspira, como un acto de
profunda emoción y cariño. Pronuncia entonces una palabra, que el evangelista
conserva en su idioma original: “Effetá”, que lo
traduce: “Ábrete”. Es como si fuese un sacramento. En
Este milagro del sordomudo
tiene una repercusión muy grande entre nosotros. Porque hay muchas personas que
son sordos y mudos espirituales. Dios nos habla de muchas maneras: por
Nuestra vocación de
cristianos es estar abiertos a la palabra de Dios y confesarla. Para proclamar
las maravillas de Dios primero debemos abrir los oídos del cuerpo y del corazón
para escuchar los mensajes de Jesús y meterlos en el alma. Después podremos
explicarlo a otras personas, que no se han enterado de
También debemos tener
abierto los oídos para escucharnos unos a otros. Muchas disensiones y hasta
guerras se producen porque no hay diálogo. Cada uno habla según su egoísmo y,
cuando el otro habla no se suele escuchar, sino más bien se piensa en lo que se
va a decir para ir en contra. El amor es el que nos abrirá los oídos y el
corazón para saber escuchar cuando hay que escuchar, callar cuando hay que
callar y hablar cuando hay que hablar y de la manera en que sea oportuno
hablar. Para ello debemos quitar los tapones que a veces tenemos en estos oídos
espirituales, como son la soberbia, la vanidad, el egoísmo, la violencia, la
avaricia, etc. Con la gracia de Dios podremos hacerlo. Pidámoselo con mucha fe
al Señor.