23ª semana del tiempo ordinario.
Sábado: Lc 6, 43-49
Hoy Jesús nos dice
que debemos ser coherentes con la vida. Debemos mostrar lo que somos. Para ser discípulos de Jesús no
bastan las palabras, sino los hechos, pero que sean expresión de la vida del
alma o del corazón.
Era frecuente
comparar al justo con un árbol que da frutos plenos de sabor, mientras que el
no justo es como un árbol estéril. Esta comparación ha solido atribuirse al
cristianismo con respecto al judaísmo. Mientras que quien está unido a Jesús da
frutos espirituales, el judaísmo, si alguna vez había dado buenos frutos, se
había convertido en un árbol estéril.
Al decirnos Jesús
que la palabra de Dios, al venir a nosotros, debe ser como un árbol con buenos
frutos, quiere decirnos que la fe no es algo de cifras externas contables o de
sentimientos de un momento, sino que debe profundizar dentro de nosotros
mismos. Para ello se necesita la gracia de Dios y nuestra propia docilidad a
esa gracia, sabiéndonos poner en las manos de Dios.
En realidad la fe
se muestra por los frutos. Como pasa en los árboles. Hoy nos dice Jesús que si
nos traen un higo, sabemos que lo ha producido una higuera y no un espino, y si
nos traen un racimo de uvas sabremos que viene de la vid y no de una zarza.
Igual pasa en el ser humano: si los frutos son agrios es porque el corazón
tiene odio, egoísmo y disensión. Si los frutos son amables es que el corazón
está sano.
Por eso debemos
preocuparnos más por el ser, por el estar con Dios, y luego vendrán los buenos
frutos por sí solos. Nuestra oración a Dios debe ser para que transforme
nuestro ser y haga puro nuestro corazón. Así hará brotar Dios buenos frutos
para que Él se complazca con nuestra vida y otros puedan aprovecharse de esta
gracia de Dios que nos inunda. Según esto, es natural que las expresiones
externas de nuestra boca sigan el dictamen del corazón. Si las palabras son
amargas es que en el corazón hay amargura, si son amables es que el corazón
está lleno de bondad.
Aplicándolo a la
oración, al trato con Dios, nos dice Jesús que, si le invocamos diciendo “Señor, Señor”, pero nuestras obras no siguen los
dictámenes suyos, nuestra vida está vana, es como un árbol estéril.
Y para expresarlo
más gráficamente, nos presenta la parábola de quien construye una casa sobre
buen fundamento o sobre arena movediza. Nos dice Jesús que quien pone en
práctica la palabra de Dios que ha oído, se parece a aquel que construye una
casa sobre buen fundamento. Es como asentar una casa sobre roca.
Esa persona puede
sortear las tormentas de la vida, como una casa bien asentada resiste a pie a
pesar de una gran tormenta. Las fundaciones de piedra son las virtudes, como la
paz, la humildad y sobre todo la caridad.
Pero si uno no
muestra con sus obras que la gracia de Dios está en su corazón, se parecerá a
una casa que ha sido construida sobre la arena, sin fundamento, que a la menor
tormenta se viene abajo. Construida sobre arena significa que los móviles
principales en la vida son motivos materiales o superfluos, como puede ser el
interés material, la moda, el egoísmo, la falta de caridad.
Hay quien dice que
es más cristiano que otros; pero sus frutos son agrios. Con ello muestra que no
es buen cristiano. Cuando vemos frutos sabrosos, es que el corazón está sano y
allí está Dios. Entonces nuestra voluntad es recta y, a no ser que haya doblez,
esa rectitud se mostrará en las palabras, ya que las obras expresan lo que
rebosa el corazón.
Por eso debemos
primero escuchar la palabra de Dios; pero luego hacer que esa palabra se haga
vida en nuestra propia vida, de modo que la “guardemos en el corazón” como
hacía