Domingo 24
del Tiempo Ordinario (B)
PRIMERA LECTURA
Ofrecí la
espalda a los que me apaleaban
Lectura del
libro de Isaías 50, 5-9a
El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me
eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban
mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda,
por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal,
sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién
pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí? Que se
me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?
Sal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9 R. Caminaré en presencia del Señor en el
país de la vida.
SEGUNDA LECTURA
La fe, si
no tiene obras, está muerta
Lectura de
la carta del apóstol Santiago 2, 14-18
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que
tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un
hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de
vosotros les dice: «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les
dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no
tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo
obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.»
EVANGELIO
Tú eres el Mesías... El Hijo del hombre
tiene que padecer mucho
Lectura del
santo evangelio según san Marcos 8, 27-35
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se
dirigieron a las aldeas de Cesárea de Felipe; por el camino, preguntó a sus
discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le contestaron: «Unos,
Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.» Él les preguntó: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.» Él les
prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo
del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos,
sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo
explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a
increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate
de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» Después
llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse
conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el
que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por
el Evangelio la salvará.»
Preguntas peligrosas
No
es difícil imaginar las muchas conversaciones que Jesús sostenía con sus
discípulos “por el camino”. Muchas tendrían que ver con el sentido de su vida y
su misión y, al hilo de los acontecimientos, con la aclaración de su identidad
(rabino, maestro, profeta…), y con la relación que los que le seguían tenían o
habían de tener con él. En su pedagogía, Jesús iba revelando quién era él
realmente en la medida en que los discípulos podían entender. Caminando por las
aldeas de Cesárea de Felipe, lejos de las masas de Galilea y de las
hostilidades de Judea, Jesús dirige a sus apóstoles, a los más cercanos, una
pregunta decisiva y peligrosa. Al principio la plantea en relación con “la
gente”, esto es, pregunta por las opiniones que sobre él corrían por ahí. Hay que
reconocer que las opiniones respecto de Jesús eran entonces (y suelen ser hoy
también) bastante positivas: se le identifica con los referentes más relevantes
de la historia de Israel: un profeta, y no un profeta cualquiera, sino Elías, o
Juan el Bautista. Hoy se escuchan otras opiniones, en general también
favorables, que lo identifican con un maestro de moral, o un luchador en favor
de la igualdad y la justicia, un utópico del amor, un pacifista…, es decir, con
referentes que, en opinión de esas gentes, tienen una coloración positiva. Pero
a esa pregunta no es posible responder sólo con una mera opinión. Cuando Jesús
se dirige a sus apóstoles (y, en ellos, a cada uno de nosotros) está pidiendo
que nos definamos, que tomemos postura, una postura que afecta a nuestra vida
entera. La respuesta correcta a esa pregunta no es una opinión, sino, como en
el caso de Pedro hoy, una confesión: Tú eres el Mesías. No sólo un profeta, ni
siquiera un gran profeta, sino aquel de quien hablaron todos los profetas, al
que el Pueblo de Israel esperaba, el que había de cumplir todas las antiguas
promesas.
Podemos
estar de acuerdo en que la respuesta de Pedro es más que una opinión, que es
una confesión y una confesión correcta, una confesión que muchos de nosotros
estamos dispuestos a formular en esos mismos términos, pues profesamos la misma
fe que Pedro y reconocemos en Jesús de Nazaret al Hijo de Dios, al Dios con
nosotros, al salvador del mundo y de los hombres. Pero, ¿por qué decimos que
esa pregunta es peligrosa? ¿Qué peligro hay en confesar a Jesús?
Nos
enfrentamos aquí con una cuestión decisiva en la recta comprensión del
cristianismo (no sé si de toda religión, pero, desde luego, sí del
cristianismo).
Hablando
de opiniones, hay una muy extendida según la cual la actitud religiosa (y la
cristiana) procede del miedo (a la muerte, a la responsabilidad, a la dureza
del mundo…), y es una especie de refugio para débiles. Pero si leemos
atentamente las lecturas de hoy nos tenemos que convencer justamente de lo
contrario. Vayamos al texto de Isaías. Hace falta mucho valor para escuchar la
Palabra de Dios. En modo alguno se trata de un refugio o de una huída: hay que
tener mucho valor para escuchar y acoger una Palabra que nos desafía, nos
exige, nos llama a adoptar posturas arriesgadas, a enfrentarnos con enemistades,
persecuciones, injurias. El siervo de Yahvé que habla en este pasaje no es uno
que huya, que busque refugios contra la intemperie… Al revés, es uno que vive al
raso, en espacio abierto, y que por afrontar el desafío de la Palabra de Dios
está dispuesto a todo.
También
Santiago, siempre tan conciso y directo, nos da un buen ejemplo al respecto. A
veces se ha pretendido enfrentar al Santiago de las obras con el Pablo de la
justificación por la sola fe. Pero esa confrontación no tiene sentido. Implica,
en primer lugar, desconocer las múltiples exhortaciones paulinas a una vida
acorde con la fe: por la fe nos convertimos en nuevas criaturas, y esa novedad
no puede no reflejarse en un concreto modo de vida. En esto el acuerdo se da no
sólo entre Pablo y Santiago, sino también con Juan (y el mandamiento del amor)
y los evangelistas sinópticos, como Mateo en su descripción del Juicio final
por las obras de misericordia (cf. Mt 25, 31-46). Santiago nos reta a no
separar la fe de la vida, y a que la fe se refleje realmente en la vida. Y eso
no se hace con buenas palabras, sino con obras que tocan la carne de los
necesitados. Como vemos, la Palabra, no sólo no es un refugio contra la
intemperie, sino que nos manda salir a esa intemperie a remediar las necesidades
de los que viven y sufren en ella.
Todo
lo anterior lo confirma el texto del Evangelio, el diálogo en el camino, allá
en Cesárea de Felipe. La fe confesada, hemos dicho, no es una opinión, sino el
fruto de una experiencia de seguimiento, es decir, el resultado de un camino
recorrido en contacto con Jesús. Decir que la fe es una gracia no niega lo
anterior, pues el seguimiento es ya una gracia, fruto de una llamada gratuita.
Y el que, como Pedro, confiesa a Jesús al llegar a este punto del camino se encuentra
con sorpresas incómodas, con revelaciones peligrosas e inesperadas. Que Jesús
es el Mesías lo podemos entender en el sentido de que es Rey, de que tiene
poder, de que junto a él el pan está asegurado, y también, por tanto, el éxito,
el favor de Dios. Pero hete aquí que Jesús, una vez que lo hemos confesado, nos
dice que su mesianismo no es triunfante, hecho de poder y de éxito, sino, al
contrario, que es un mesianismo de cruz, de sufrimiento y de muerte. Y no es
fácil aceptar esta revelación, esta palabra dura y desencarnada. Basta que
miremos la reacción de Pedro, que se puede interpretar así: sí, creo en ti,
pero no acepto la cruz. Y esto no es una mera posición teórica. A diferencia de
Pedro, para nosotros, aceptar la cruz como acontecimiento pasado puede resultar
relativamente fácil. Pero el problema es cuando la cruz aparece en concreto en
nuestra vida, con rostros inesperados, en situaciones imprevistas, o también en
aspectos de la cotidianidad que se nos antojan inasumibles. También ahí, nosotros,
como Pedro, nos ponemos a increpar a Jesús, eso sí, con la mejor intención:
indulgentes para con Cristo, pero en el fondo, indulgentes para con nosotros
mismos. Y entonces las palabras de Jesús se vuelven más duras y desafiantes:
nos dicen que nosotros, creyentes sinceros y confesantes, estamos convirtiéndonos
en los enemigos de Dios que, como Satanás, luchan contra Él.
Ante
la inevitable presencia de la cruz en la vida humana, también en la nuestra,
Jesús nos llama una vez más a tener coraje, a no huir, a no pararnos al borde
del camino, llorando nuestra mala suerte, nuestras penas y desgracias. Con
frecuencia la cruz se convierte para nosotros en la excusa perfecta para no
caminar, para no salir al encuentro del necesitado, para no amar. Decimos algo
parecido a esto: “yo quisiera ser un buen cristiano, incluso ser santo, pero… soy
pobre, estoy enfermo, los que me rodean me molestan en mi empeño, me siento
débil, me asaltan muchas tentaciones…” Nos sentamos al borde del camino y
lloramos por la cruz que nos ha tocado en suerte (en mala suerte, se entiende).
Entonces escuchamos la voz de Jesús que nos dice, “deja de lamentarte, toma la
cruz y camina, muévete, no hagas de todas esas cosas (que yo he tomado sobre
mí) malas excusas para no amar”.
Porque
es verdad que el amor nos lleva, como a Jesús, a asumir incomodidades y
sinsabores, a estar dispuestos a dar la vida, a perder, a aceptar la cruz. No es cosa de cobardes ni de débiles, sino de
fuertes y de valientes. Y si sentimos que, de hecho, nos faltan las fuerzas y
el valor, tenemos que tener el coraje de mirar a Cristo, sabiendo que tomamos
la cruz para seguirle a Él, en quien creemos, con la confianza de que la
aparente derrota de la cruz es la victoria del amor sobre el pecado, la
debilidad y la muerte, es el verdadero camino de la salvación. En las palabras
de Jesús que cierran el Evangelio de hoy resuenan estas otras del Evangelio de
Juan: “En el mundo tendréis tribulación. Pero tened valor, yo he vencido al
mundo” (Jn 16, 33).