DOMINGO 27 ORDINARIO, Ciclo B

EL PERDÓN ES EL PERFUME QUE DESPIDE UNA FLOR DESPUÉS DER PISADA

 

“Exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad, que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo  y aun  debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorta a escuchar la palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad a favor de la justicia, a educar a los hijos en la  fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia, para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza”.

Así se expresaba el ahora San Juan Pablo II en su exhortación sobre la familia, en el año 1981, presagiando esta tremenda oleada de divorcios en el mundo, que ha traído aparejada para los hijos sobre todo, la serie de males que se derivan de ver a los padres separados, sintiendo que todo se les desbarata, pues la impresión es de que a veces les pertenecen al papá y a veces a la mamá, casi casi como gatitos que van de mano en mano.  Y con la oleada de divorcios, otra serie de males invaden a nuestra sociedad actual, la aprobación en muchos países de la libertad para matar a los niños en el seno de su madre, la distinta manera de pensar de los jóvenes sobre el mismo matrimonio, el temor a un compromiso que  considera imposible a la pareja humana, una unión para toda la vida, contentándose con amores fugaces que no satisfacen las ansias de alegría y de felicidad inscritas en el corazón del hombre y que no benefician al mismo género humano.

Todo esto para introducirnos en el Evangelio de este domingo, donde a Cristo, sus eternos enemigos, fariseos que acercaron a él para ponerlo a prueba, pues le preguntaron si le es lícito a un hombre separarse de su mujer con el divorcio. Ellos esperaban que les respondiera con un simple sí o un no, que lo dejaría en ridículo delante de la comunidad, pero lejos de ello, les hizo caer en la cuenta del plan original de la creación: “un solo hombre, con una sola mujer y por toda la eternidad”. Con eso dejó claro para aquellas gentes y de paso para nosotros, lo que el Señor está deseando de la pareja humana y de la humanidad misma. A todos nos hace falta reflexionar para darnos cuenta de la grandeza que significa la unión del hombre y la mujer que se buscan afanosamente buscando la felicidad y la ayuda que nos hace recordar nuevamente las palabras de Cristo: “pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa, y serán los dos una sola carne” y de paso Cristo nos hace la seria advertencia: “De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”. Al llegar a este punto, en la Misa de bodas, con frecuencia les recuerdo esta frase a las suegras, para que se mantengan lo más lejos de la nueva pareja, para que ellos puedan comenzar a edificar ese maravilloso edifico que significa el matrimonio, sin tener la monserga de la suegra que no se resigna a darse cuenta que su labor al frente de los hijos ya ha terminado en gran medida, cuando los hijos han tomado la determinación de formar un nuevo hogar.

Y tenemos que caer en la cuenta, de que cuando las cosas entre los novios han llegado el momento de determinarse a seguir juntos por la vida, está el llamado del Señor que busca estar con ellos, haciéndolos testigos de su amor, hasta hacerlos una representación verdadera del amor que nos tiene hasta dar su vida por nosotros. Así quiso significar Cristo su amor a la Iglesia, comparándola al amor de los esposos en el matrimonio.  Yo recuerdo, entre las grandes cosas en mi vida, cuando era pequeño y salía por las tardes a jugar en la calle, como era costumbre, siempre aparecía por la acera contraria, una pareja de viejitos que me enternecía, al grado de dejar el juego para verlos pasar. Ya eran grandes de edad, él era ciego por completo, usaba unos lentes negros que le cubrían  los ojos, y ella era coja, le faltaba una patita, traía su muleta, y el caminar de ambos era acompasado y tranquilo. Así encontraron ellos la manera de caminar por la vida, siendo el sostén el uno para el otro. Así me gustaría ver a los mayores, a los ancianitos de hoy, caminando juntos por la vida, siendo ejemplo y modelo para las nuevas generaciones.

El espacio se ha terminado y ya no hay tiempo para considerar el grande amor de Cristo para los niños y su recomendación de recibirlos como a él mismo, sobre todo a aquellas criaturas que en este momento están   en el seno de sus madres.

El P. Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en alberami@prodigy.net.mx