26ª semana del tiempo
ordinario. Lunes: Lc 9, 46-50
Acababa de decir
Jesús a los apóstoles que él, siendo su maestro y que se llamaba a sí mismo
“Hijo del hombre” como signo mesiánico, iba a ser entregado en poder de los
hombres. A veces les decía que así convenía que fuese; pero ellos no lo
entendían. Y tan poco lo entendían que se ponían a discutir quién sería entre
ellos el mayor. Claro que lo entendían en el sentido materialista. Jesús, con
mucha paciencia, les va a enseñar que eso no debe ser así.
Hoy en el evangelio
hay dos partes bien diferenciadas. En la primera Jesús usa una escena gráfica
para poderles explicar su idea de prioridad ante Dios. Toma a un niño y le
presenta como imagen de sí mismo y como actitud de nuestro comportamiento. Hay
que entender que en aquella cultura un niño no solía tener el valor social que
tiene entre nosotros. Era una expresión de alguien indefenso y poco
representativo.
Jesús nos quiere
expresar que el más grande en el reino de los cielos no es como nosotros o la
gente de mundo suele expresar. Para la mentalidad mundana grande es quien tiene
poder, dinero, influencia, etc. Jesús hoy nos dice, como en otras ocasiones,
que grande ante Dios es quien está al servicio de los demás. No por el hecho de
servir, sino porque queremos imitar a Jesús que “vino a servir” y porque en el
otro él mismo está representado.
Comprender esto es
muy difícil, ya que estamos demasiado acostumbrados a medir la grandeza según
el pensamiento materialista. Jesús quiere que cambiemos el sentido de los
valores para que aspiremos a los verdaderos valores según el espíritu. Para
Jesús el más valioso es el necesitado, el marginado, el niño, el indefenso. El
niño lo pone como valor, no por lo que tiene de apreciable en lo material, como
es la ternura o la inocencia, sino por lo que tiene de indefenso, ya que
necesita de los demás para vivir y desarrollarse. En aquella sociedad más, como
he dicho.
Por esto, como una
conclusión, se llega a que un adulto es apreciado y querido por Dios en tanto
en cuanto se hace como un niño. Un adulto se convierte en niño para Dios,
cuando se rebaja y no se ata a las cosas de la tierra, sino que vive entregado
en las manos de Dios. Después, dentro de esa sencillez y apoyado en Dios, busca
el bien en sus hermanos, porque todos somos representación de Jesús.
La segunda parte
del evangelio nos hace mirar un poco más lejos, viendo a Dios, no sólo en el
“prójimo” o cercano, sino en toda la humanidad. A veces nos hemos formado un
poco cerrados creyendo que en nuestro grupo, aunque se llame Iglesia, tenemos
toda la verdad excluyendo a los demás. Así se lo estaban creyendo los
discípulos de Jesús, cuando estaban aún en pleno aprendizaje.
San Juan, y otros,
ve que algunos, que no son de su grupo, están haciendo maravillas invocando el
nombre de Jesús, y se lo quieren prohibir. Jesús les dice que aquellos están
haciendo una obra buena y que cualquiera que hace una obra buena es como si
estuviera de hecho con nosotros.
No podemos ignorar que
“semillas de la verdad” hay en todas las religiones. Hay muchas personas que
hacen el bien. Y todo ello es para gloria de Dios. Nadie tiene la verdad en
exclusiva. Dios derrama su misericordia por doquier. Jesús nos dice que debemos
no sólo apreciar todo lo bueno que veamos, sino alegrarnos por ello, porque la
misericordia del Señor es mucho más grande que nuestra cortedad al momento de
juzgar las realidades de la vida.
Lo que Jesús
prohíbe es la soberbia y la envidia. Debemos alegrarnos del bien que se haga,
sea donde sea y por quien sea. Esto es como ver a Dios en el indefenso, que
muchas veces será quien ha sido formado en otra cultura y religión.
Seamos sencillos
ante Dios, dejémonos llevar por Él como un niño, y entonces Dios hará
maravillas por medio nuestro.