Domingo 29 del Tiempo Ordinario (B)
PRIMERA
LECTURA
Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará
sus años
Lectura del libro de
Isaías 53, 10-11
El Señor quiso triturarlo con el
sufrimiento, y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará
sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su
alma verá la luz. El justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a
muchos, porque cargó con los crímenes de ellos.
Sal 32,4-5.18-19.20.9-2 R/: Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
SEGUNDA
LECTURA
Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia
Lectura de la carta a los
Hebreos 4, 14-16
Hermanos: Mantengamos la confesión
de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo,
Jesús, Hijo de Dios. No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de
nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como
nosotros, menos en el pecado. Por eso, acerquémonos con seguridad al trono de
la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie
oportunamente.
EVANGELIO
El Hijo del hombre ha venido para dar su
vida en rescate por todos
Lectura del santo
evangelio según san Marcos 10, 35-45
En aquel tiempo, se acercaron a
Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos
que hagas lo que te vamos a pedir.» Les preguntó: «¿Qué queréis que haga por
vosotros?» Contestaron:
«Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda.» Jesús
replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de
beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?» Contestaron:
«Lo somos.» Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os
bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi
derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.» Los
otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos,
les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los
tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera
ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de
todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para
servir y dar su vida en rescate por todos.»
No será así entre vosotros
En estos domingos pasados hemos
visto cómo los propios discípulos de Jesús expresan su extrañeza, incluso su oposición,
al modo en que Jesús entiende y propone las relaciones conyugales, y la
relación con la riqueza. En este domingo sucede algo similar con la cuestión
del poder. La sexualidad, la posesión material y el poder social marcan tres
direcciones fundamentales del espíritu humano y son, además, expresión del
carácter menesteroso, de las necesidades básicas del hombre; pero también
pueden ser el lugar en el que el ser humano se entrega con generosidad, lo que
quiere decir, con renuncia. Jesús con su palabra y con el ejemplo de su vida
quiere enseñarnos a hacer de esas dimensiones lugares de aparición del Reino de
Dios. También en el ámbito de las relaciones conyugales, en el trato con los
bienes económicos y en el de la autoridad social debe realizarse la segunda
petición del Padrenuestro: “venga a nosotros tu Reino”.
Hoy tenemos que centrarnos en la realidad
del poder y la autoridad. Y la cuestión es “servir” o “servirse”. La diferencia
en la conjugación es mínima, una pequeña partícula reflexiva, pero ese mínimo
matiz es capaz de cambiar el sentido entero de una vida.
En realidad, la tensión entre
servir y servirse es inevitable en todos los ámbitos de la vida: en la familia,
en el trabajo, en la sociedad y en la política, también, claro, en la religión
y en la iglesia. Aunque tensión no significa necesariamente contradicción. Si
estamos tan inclinados a servirnos es porque, como hemos dicho, somos
menesterosos y tenemos muchas necesidades. Hasta en el amor, del que los
griegos (hablando de Eros) decían que era hijo de “Poros” (abundancia) y “Penía” (pobreza), necesitamos recibir además de dar. Esto
significa que la tensión se puede resolver solamente mediante el equilibrio de
las dos dimensiones. Sin embargo, en cada ámbito de vida y actividad humana ese
equilibrio se realiza de un modo parcialmente diverso. Pongamos como ejemplos
la política y la religión (expresamente, la cristiana). Aunque concibamos la
política como una actividad al servicio del bien común (una forma superior de
ética, consideraban de nuevo los griegos), lo cierto es que un político que
carezca de ambición está condenado al fracaso. En la política la voluntad de
servir, imprescindible para que esa actividad no degenere en mero oficio de
truhanes, tiene que ir acompañada de una cierta sed de poder. Sin ella, no
podrá el político abrirse camino en ese mundo ni, por tanto, llegar a servir a
la sociedad. Aquí, el equilibrio de las dos dimensiones es imprescindible para
evitar tanto la corrupción como la ineficacia.
¿Puede decirse que sucede lo
mismo en el campo de la experiencia religiosa o, más exactamente, cristiana?
Creo que no, por un pequeño pero fundamental detalle. A diferencia de la
política y otras ocupaciones, fruto de elección personal, en la vida de fe es
Dios quien toma la iniciativa, es Cristo el que nos llama y elige: “No me
habéis elegido vosotros, sino que yo os he elegido” (Jn
15, 16); “llamó a los que quiso” (Mc 3, 13). Y es esa misma llamada la que
marca el sentido de la elección, que, evidentemente, no está en la línea del
“servirse”, sino de la de servir.
Si esto es así, ¿cómo entender,
entonces, la petición de los hermanos, hijos del Zebedeo? Ya hemos ido viendo
cómo los discípulos de Jesús, incluso los más cercanos, entendieron el sentido
de su mesianismo sólo de manera progresiva. Es natural que al principio, al
reconocer en Jesús de Nazaret al Mesías prometido, le aplicaran los esquemas de
compresión comunes a su tiempo: un mesianismo político que libraría a Israel de
la opresión romana y restauraría el antiguo esplendor de la monarquía davídica.
Es fácil comprender, que una interpretación político-religiosa de la figura de
Jesús podía muy bien suscitar expectativas ligadas a cargos, prebendas y
privilegios. Pero, más allá de las circunstancias históricas de entonces, que
requirieron la paciente pedagogía de Jesús sobre el sentido de su mesianismo,
es claro que la tentación del poder (del servirse) asoma en cualquier situación
y en cualquier época. También hoy puede suceder y puede sucedernos. En la
Iglesia y en cualquier vocación cristiana podemos sentir la tentación de
servirnos de nuestra posición en beneficio propio. Como en el caso de los hijos
de Zebedeo, no está dicho que nuestras motivaciones sean desde el principio
totalmente puras y claras. El sacerdote puede ambicionar un cargo eclesiástico
(ser párroco, o monseñor, u obispo…), el religioso puede desear con vehemencia
que le nombren superior, el laico de la parroquia puede aspirar a ocupar un
cargo de responsabilidad, o simplemente buscar reconocimiento público. Cuántas
personas se mueven alrededor de grupos o estructuras cristianas buscando cosas
distintas del seguimiento de Cristo y la entrega a los demás: buscan amigos, o
ayuda material, o alguna forma de promoción, o incluso la oportunidad de viajar
al extranjero…
El caso es que lo que nos narra
el evangelio de hoy nos dice que no debemos ser en exceso puritanos, ni
llevarnos las manos a la cabeza. Jesús no llama a puros, sino a pecadores,
precisamente nos llama a nosotros. Y Él sabe que nuestras motivaciones no son
impolutas. Justamente el hecho de ser Él el que nos llama nos debe dar
confianza: él es un Mesías (un sumo sacerdote) capaz de compadecerse de
nuestras debilidades, pues ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos
en el pecado; él es un
Maestro que nos va enseñando con paciencia a través de las circunstancias de la
vida. Las ambiciones de los dos hermanos, que suscitan la ira de los demás
(posiblemente, por el simple hecho de que tenían aspiraciones similares), le
dan pie a Jesús para enseñarles y hacerles avanzar en la compresión del
verdadero sentido de su mesianismo y, en consecuencia, del discipulado. Y lo
mismo hace hoy con nosotros y con nuestras motivaciones ambiguas. Lo importante
es estar abiertos a la enseñanza viva de Jesús, atentos a sus palabras y en
actitud de seguimiento. Porque esa es la cuestión: estamos en camino. No
seremos perfectos, pero estamos abiertos y en movimiento. Y entonces Jesús no
nos reprocha por nuestros defectos y nuestras ambiciones, sino que nos enseña,
y nos ayuda a comprender y a crecer.
La respuesta a Santiago y a Juan a
la pregunta de Cristo es altamente significativa: la disposición a aceptar el
bautismo y el cáliz de la eucaristía. Es claro que no se trata sólo de los ritos
sacramentales, sino de lo que ellos significan: la participación real,
existencial, en la Pasión de Cristo. Estamos bautizados, pero el bautismo es el
comienzo de un camino, en el que somos alimentados por la Eucaristía, que se
nos invita a repetir (al menos) semanalmente precisamente porque estamos
llamados a progresar en el conocimiento, la compresión y la participación viva
en el misterio insondable de Cristo. Si estamos dispuestos, aun cuando, como en
el caso de los dos hermanos en su respuesta, no sepamos hasta el final lo que
esto significa, entonces nuestras motivaciones se irán purificando
progresivamente, y se nos dará sin duda el lugar que nos corresponde en la
Iglesia y en el Reino de Dios, para servir en ella a Dios y a Cristo en los
hermanos. Aquí rige una lógica nueva y distinta: no es la lógica del poder,
sino la de la entrega. Es una grandeza de otro tipo, que no consiste en el
boato externo y en los privilegios que comporta, sino en la libertad interior y
en la dignidad del servicio.
No es fácil aceptar el camino de
la Cruz, pero este es el único camino de seguimiento de Cristo. Y tampoco es
tan difícil emprenderlo y encaminarse por él, si nos vamos ejercitando paso a
paso en el servicio cotidiano, en la atención a las pequeñas necesidades de los
que nos rodean. Así, en el día a día iremos realizando (haciendo real) lo que
significa nuestro bautismo, bebiendo del cáliz eucarístico, haciendo nuestra no
sólo la doctrina, sino también la vida de Aquel que nos ha justificado cargando
con nuestros crímenes, que ha venido no
para ser servido, sino para servir y dar la vida en rescate por todos.