Domingo XXX del Tiempo Ordinario/B

(Jer. 31, 7-9; Heb 5, 1-6; Mc 10, 46-52).

 

“Quien ignora el esplendor de la eterna luz, es ciego…”

 

En el evangelio de este domingo (Mc 10, 46-52) leemos que, mientras el Señor pasa por las calles de Jericó, un ciego de nombre Bartimeo se dirige a él gritando con fuerte voz:  “Hijo de David, ten compasión de mí”. Esta oración toca el corazón de Cristo, que se detiene, lo manda llamar y lo cura. El momento decisivo fue el encuentro personal, directo, entre el Señor y aquel hombre que sufría. Se encuentran uno frente al otro: Dios, con su deseo de curar, y el hombre, con su deseo de ser curado. Dos libertades, dos voluntades convergentes: “¿Qué quieres que te haga?”, le pregunta el Señor. “Que vea”, responde el ciego. “Vete, tu fe te ha curado”. Con estas palabras se realiza el milagro. Alegría de Dios, alegría del hombre.

Este milagro muestra nuestra condición de cristianos en camino: necesitamos la luz y, a la vez, estamos llamados a ser luz. El pecado nos hace ciegos. Necesitamos ser iluminados y repetir la súplica del ciego BartimeoMaestro, que pueda ver (Mc10, 51). Haz que vea el pecado que me encadena, pero sobre todo, Señor, que vea tu gloria. Sabemos que nuestra oración ya ha sido escuchada y damos gracias porque, como dice San Pablo en su Carta a los Efesios, “Cristo será tu luz” (Ef 5,14), y San Pedro añade: “[Dios] los llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa” (1 P 2,9).

Veamos el camino del ciego hacia Jesús. La rutina del mendigo se rompe, y para siempre, cuando toma información y se entera que muy cerca de él pasa Jesús. Se da un proceso:

Primero, escucha el paso de Jesús; la fe viene por el oído; y de la ceguera pasa a la visión y de la marginalidad en el camino pasa a ser su activo peregrino.

Segundo, el grito de la fe: Bartimeo, reconociéndole como Mesías, clama misericordia. Su oración tiene como trasfondo la oración penitencial del Salmo 51 (“miserere”, ten piedad), pero también la promesa mesiánica de Isaías 35,2-5: “se despegarán los ojos de los ciegos”.

Tercero, superación de los obstáculos: además de sus dos primeras limitaciones, su ceguera y su pobreza, es reprimido para que se calle; él es imagen del que entra en el Reino despojado, abandonado con absoluta confianza en la presencia y la palabra de Jesús. El despojo es todavía más radical cuando hace dos gestos: arroja el manto y, dando un salto, va hacia Jesús. El manto es el mayor bien de un pobre, lo único que le queda (cf. Éxodo 22,25-26), es su cobija para la noche, su abrigo para el frío, su recipiente para la limosna. Su salto (¡inaudito para un ciego!) es un gesto de confianza total, expresión de apoyo en la palabra de Jesús. ¿Resultado? El ciego logra su objetivo: Jesús, se detiene ante él y lo llama. El encuentro personal comienza con una pregunta de Jesús: “¿Qué quieres que te haga?”. Y termina con la curación. Bartimeo ha cambiado completamente de situación: era ciego y ahora ve, estaba sentado al borde del camino y ahora está en el camino, estaba solo y ahora está con Jesús y su grupo. También podemos suponer que al recobrar la vista e incorporarse a la comunidad habrá dejado de mendigar. Y todo termina con el seguimiento a Jesús. Ahora Jesús tiene un nuevo discípulo, quien ha recibido el don de la vista y se caracteriza por su fe.

Y nosotros, ¿qué? san Gregorio Magno enseña a responder: “Quien ignora el esplendor de la eterna luz, es ciego. Con todo, si ya cree en el Redentor, entonces ya está sentado a la vera del camino. Esto, sin embargo, no es suficiente. Si deja de orar para recibir la fe y abandona las imploraciones, es un ciego sentado a la vera del camino pero sin pedir limosna. Solamente si cree y, convencido de la tiniebla que le oscurece el corazón, pide ser iluminado, entonces será como el ciego que estaba sentado en la vera del camino pidiendo limosna. Quienquiera que reconozca las tinieblas de su ceguera, quienquiera que comprenda lo que es esta luz de la eternidad que le falta, invoque desde lo más íntimo de su corazón, grite con todas las energías de su alma, diciendo: ‘Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí’” (Homil. in Ev. 2, 2.8).

Mi Señor, que yo vea con tus ojos, que yo vea el bien y su fecundidad en medio de tantas tinieblas. Que mis ojos de fe provoquen tu obrar misericordioso en beneficio de los pobres pecadores, de las almas.  Padre mío, que mi alma se enriquezca con la luz de la fe que brote de unos ojos de fe… que yo vea… que yo te vea en todo y en todos… que mi fe me lance audazmente a confiar ciegamente esperándolo TODO de Ti…