Comentario al evangelio del Sábado 27 de Agosto del 2011
Queridos amigos:
Hay riesgos que no se deben correr: la historia de las doncellas que se pierden el banquete y el baile de
bodas lo ilustraba ayer mismo. Hay riesgos que se deben correr: el relato de hoy nos invita a esa
aventura. No demos, pues, un bandazo; no nos pasemos al extremo contrario a la temeridad: al miedo,
a la inseguridad enfermiza, al retraimiento ante cualquier cosa, aun de poca monta.
Hay muchas formas de dejarnos atenazar por los miedos. Ceden a ellos: el párroco que ahoga las
iniciativas y no emprende nada para evitar el fracaso; el enamorado que no se declara por temor a que
le den calabazas; la pareja que no quiere tener hijos por las complicaciones que pueden ocasionar y por
las preocupaciones que sin duda van a ocasionar; el catequista o la profesora que se atrincheran en sus
métodos sin explorar otros nuevos; el miembro de la comunidad que se resiste a aceptar cualquier
cargo; y tantos otros. Lo triste del caso es que no hace falta que al empleado de la parábola le quiten
desde fuera lo que tiene, es él quien se expolia. No cedamos, pues, al miedo, y no dejemos que este,
como una mancha de aceite o un virus informático, se extienda a espacios que están limpios e inmunes.
Cuando no es el miedo, puede ser la pereza, la falta de diligencia, la que dé al traste con las cosas y con
nuestro proyecto vital. Se escudará en algunas máximas: “todo esfuerzo inútil produce melancolía”;
“las mejoras son en realidad espejismos y autoengaños”; “el método ideal para no sufrir desencanto es
no hacerse ilusiones”...
Mirados estos y otros asuntos con ojos de fe, el miedo parece revelar también una falta de confianza en
Aquel que nos ha dado una vocación y nos ha encomendado un encargo; y la falta de diligencia puede
descubrir falta de dilección. La máxima podría ser casi esta: “confía en el Señor y corre buenos
riesgos”.
CR