XXII DOMINGO ORDINARIO
(Jeremías 20:7-9; Romanos 12:1-2; Mateo 16:21-27)
Fue un momento triste. El presidente anterior Ronald Reagan hizo un anuncio al pueblo
americano. Dijo: "Me dicen que tengo la enfermedad Alzheimer". Todo el mundo estuvo
asombrado. Tuvo que acostumbrarse a la realidad que su mandatorio por ocho años no iba a
estar allí para consultarse. Peor aún, por enterarse de lo que había pasado a un ciudadano
preeminente, cada ciudadano tuvo que enfrentar la posibilidad de sufrir la misma pérdida de
mente. En el evangelio hoy encontramos a Jesús y sus discípulos tomando papeles semejantes
a este presidente y el pueblo.
Jesús sabe que el puesto del Mesías no es para someter a los demás a su voluntad sino para
servir a todos. Él no es un político buscando halagos de la gente. Más bien, viene para
proclamar el reino de Dios aunque le costará el rechazo. Primero las autoridades lo
condenarán; entonces las multitudes le darán la espalda.
Desgraciadamente, los discípulos no están preparados a recibir un mensaje tan retador. Ven a
Jesús como el Mesías montado en caballo con espada en mano para derrotar a sus
adversarios. Pedro toma la palabra de parte de todos. "No, Señor," dice en efecto, "estás
equivocado". Los discípulos están reaccionando como la mayoría de personas que tienen
enfermedades terminales. Dicen los psicólogos trabajando con tales enfermos que al enterarse
de su condición casi siempre la niegan. Casi siempre piensan que la diagnosis sea equivocada.
No es pecado consultar a otro médico. Ni es incorrecto rogar al cielo para socorro. Pero más
tarde o más temprano cada persona tiene que aceptar el hecho que va a morir. Entonces se
hace nuestro papel, como los familiares y compañeros del enfermo, a apoyarlo en sus últimas
jornadas. Puede significar que cambiemos nuestra rutina para cuidarlo. Una religiosa arregla su
ministerio para estar todos los días con su madre afligida con la demencia. No quiere mudar a
la mayor de su apartamento a un asilo aunque sabe que dentro de poco será necesario. Por lo
pronto desea hacerle tan cómoda como posible sin arriesgar su seguridad.
Pero la mayoría de nosotros resistimos asumir tal responsabilidad. Aun si estamos dispuestos a
visitar a los enfermos en el hospital, no queremos mantenerlos dependientes de nosotros. Para
un hijo o un esposo esta carga significa lo que Jesús refiere en el evangelio como “tomar la
cruz y seguirlo”. Como la cruz era un instrumento de la muerte en el tiempo de Jesús, vemos el
sacrificio que exige el cuidado de un enfermo como una suerte demasiado dura para soportar.
Sin embargo, sólo por el sacrificio podemos merecer la vida eterna. Para los protestantes esta
aseveración sería herética pero no para nosotros católicos. Nosotros creemos que por su cruz
y resurrección Jesús gana la gracia que nos recrea como hijos e hijas de Dios. Esta gracia
hace posible nos sacrifiquemos por los demás. Además, sólo con tal gracia podemos evitar la
alternativa trágica mencionada en el evangelio. Eso es, sólo por la gracia podemos rechazar el
ganar de los placeres del mundo en cambio por la vida eterna.
Una familia mantiene la pared de la entrada de su casa llena con cruces. Son grandes y
pequeñas, con el cuerpo de Jesús y sin el cuerpo, enjoyadas y sencillas. Es como si fuera una
cruz para cada persona en la cuadra. La pared de cruces dice en efecto lo que Jesús anuncia
en el evangelio hoy. Eso es, cada uno de nosotros tiene que soportar su propia cruz para ganar
la vida eterna. Cada uno tiene que soportar su cruz.
Padre Carmelo Mele, O.P.