EL ENCUENTRO CON JESÚS CAMBIA NUESTRA VIDA
(Domingo XXVII T.O. Ciclo A)
6 octubre 2002
"¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones...? Esperó de ellos derecho, y
ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos". (Is 5,4.7)
"Por eso os digo que se os quitará a vosotros el Reino de los Cielos y se dará a un
pueblo que produzca sus frutos". (Mt 21,43)
Hablábamos el domingo pasado de la conversión. Lo primero que resalta con fuerza
en los oyentes de Jesús es que, a pesar de sus palabras, no se convierten. De esto
habla el lamento de Isaías y la decisión expresada en el final del Evangelio. ¿Se nos
puede aplicar a nosotros lo mismo? ¿Qué hemos hecho durante esta semana para
convertirnos en nuestra vida?
Suponiendo que nos falta clarificarnos sobre la dirección de nuestra conversión, la
Liturgia nos ofrece esta parábola de la viña. Es un resumen, a grandes trazos, de la
Historia de la Salvación. Esta tiene un punto central: Jesús de Nazaret. Tras una
larga y paciente preparación, todo (promesas, profecías, anuncios, esperanzas)
tiene en Él su cumplimiento. Y, tras Jesús, no cabe más salvación, y todo habrá que
referirlo a Él inevitablemente. Él es el centro de la historia. El que la divide en dos:
por eso, hay un antes y un después de Él.
Es tanto como decir que Jesús es el Salvador, el Mesías, el Hijo de Dios. Podemos
rechazarlo. Pero podemos igualmente aceptarlo. Cuando esto último se da,
hablamos de conversión: hacer de Jesús el centro de nuestro corazón, de nuestras
ilusiones, de nuestros esfuerzos, de nuestros criterios... Porque, desde ahí y sólo
desde ahí, cambiará radicalmente nuestra vida y seremos radicalmente diferentes.
¿Recordáis a los apóstoles? "Dejándolo todo, lo siguieron". ¿Recordáis a Zaqueo?
"Señor, si he defraudado, ahora devolveré cuatro veces más". Y así, todos los
santos a lo largo de la historia. Es decir, todos aquellos a los que el encuentro con
Jesús les ha cambiado la vida. Han descubierto la perla preciosa que vale más que
nada.
Se trata, pues, de un encuentro personal y de una decisión personal. No basta con
ampararse en una pertenencia externa a un ambiente: mi familia es católica, mi
barrio es católico, mi pueblo es católico... luego yo soy católico. Es algo que
tenemos que decidir cada uno de nosotros. Se tiene que dar incluso
conscientemente esa decisión. Deberíamos hasta poder identificarla en el tiempo y
en el modo. Como lo han hecho sus auténticos seguidores: "Es el Señor", "Señor
mío y Dios mío", "Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo", o, con la frase de la
parábola de hoy: "Es el heredero, el hijo".
No basta tampoco con quedarse tranquilo con una pertenencia a un grupo y con el
manejo de unos elementos religiosos, si estos no nos llevan a Jesucristo. Yo tengo
mucha devoción al patrono de mi pueblo, yo hago lo que sea necesario por el santo
de mi Cofradía, yo no me pierdo la fiesta de mi patrona... Todo eso está muy bien,
siempre que no cambies al santo por Jesucristo, siempre que no cambies la
procesión por la misa, siempre que no cambies la túnica por la vida de gracia,
siempre que no cambies la emoción enfervorizada por el arrepentimiento de tus
pecados, siempre que no cambies los piropos entusiastas por el testimonio de
vida...
Se nos invita a hacer de Jesús el centro de nuestra vida. Sé que es algo que exige
esfuerzo. Pero yo os aseguro que vale la pena. Abridle la puerta de vuestro
corazón. Haced la experiencia. No os arrepentiréis.
Miguel Esparza Fernández