ASUNCIÓN DE MARÍA
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Qué bello espectáculo el de esta mañana en los Jardinillos de Albacete! ¡Qué
admirable “movida” ésta, que no congrega en torno a la Madre a cientos de jvenes
de más de veinte países, que se sienten hijos del mismo Padre, que comparten la
misma fe, que se sientan a la misma mesa, que reconocen a María como Madre y
modelo. María siempre hace pueblo y hace Iglesia. Esa es su misión, desde que nos
dio a Jesucristo.
Me siento muy contento de tener a mi lado, junto al altar, al Sr Arzobispo de San
Isidro de Argentina, así como estos otros hermanos obispos que han venido
acompañando a sus presbíteros y a sus jóvenes desde Nigeria. Si, como decían los
Santos Padres, “donde está el Obispo, allí está su Iglesia”, vivimos hoy una singular
experiencia de universalidad.
¡Fiesta de la Asunción! Antes de que elucubraran los teólogos, la sabiduría del
pueblo ya había elaborado una mariología del corazón. El pueblo entendió que el
Seor “que levanta del polvo a los humildes” había incorporado a María, en cuerpo
y alma a la gloria del cielo, tras su muerte. Era como la justa reciprocidad por haber
dado un cuerpo, con el fiat de la encarnación, al Hijo de Dios. En realidad, María
empez a ser “ asunta ” desde la Encarnacin, cuando toda su persona, incluida su
carne, se fusion con la persona del Hijo. Con cada “ sí” , María fue cediendo espacio
a la invasión amante de quien la poseía. No le faltó intuición al poeta Miguel
Hernández cuando, en un soneto dedicado a la Asuncin, decía: “Tú que eras ya
subida soberana, de subir acabaste”.
Lo mismo que el sol incide sobre las vidrieras y se irradia a través de ellas, Dios
traspasó a María, la transformó, la transfiguró hasta asumirla plenamente en la
resurrección de Cristo. Por eso, es primicia de nuestra glorificación futura, garantía
de que “Cristo transformará nuestros cuerpos mortales en un cuerpo glorioso como
el suyo”.
Desde esta convicción, el pueblo cristiano se lanzó a tallar imágenes y capiteles, a
pintar frescos y lienzos sorprendentes, a policromar vidrieras, a levantar ermitas y
catedrales dedicadas a la Asunción de María. Lo que el pueblo cristiano creyó desde
los primeros siglos de la Iglesia es lo que proclamó solemnemente el Papa Pío XII el
1 de Noviembre de 1950, haciendo de altavoz de una fe secularmente profesada.
La raíz última de todas las maravillas que el Señor hizo en María hay que buscarla
en que Dios la eligió para ser la madre su Hijo. Su maternidad divina explica tanto
su concepción inmaculada como su asunción. La otra raíz de su grandeza es su
admirable respuesta al Seor, el “Sí” del que nunca se desdijo, ni en el nacimiento
de su hijo en la suma pobreza de Belén, ni en las horas sombrías y amargas del
aparente silencio de Dios ante la crucifixión del Hijo.
La fiesta de hoy no es la exaltación de una mujer poderosa de aquellas que movían
con sus intrigas los hilos del imperio romano. Es la exaltación de una mujer pobre,
humilde, mujer del pueblo, quizá hasta con el olor de la última vendimia prendido
entre su dedos; esposa y madre; mujer que a veces no entendía los caminos de
Dios pero los aceptaba en la fe; mujer consciente de que los dones que tenía no
eran suyos, sino maravillas que Dios había realizado en ella. Por eso, su voz se
hace canto agradecido en el Magnificat. “Proclama su alma la grandeza del Señor
porque Dios ha mirado la pequeñez de su esclava y ha realizado en obras
grandes... Por eso me llamarán dichosa todas las generaciones”. La Asuncin de
María es como el correlato de la Ascensin de Cristo, que “se abaj, se anonadó
hasta una muerte de cruz, y por eso Dios lo levantó y le dio el Nombre sobre todo
nombre”.
Cristo resucitado es la primicia, lo es también María. Ella es imagen acaba y
perfecta de lo que todos los que formamos la Iglesia peregrina estamos llamados a
ser. Desde el cielo María intercede por nosotros. Su mediación es subordinada a la
de Cristo, al que no oscurece, sino que lo irradia. Los Santos Padres compararon a
María con la luna, que, en medio de nuestras noches y de nuestras oscuridades,
refleja la luz del sol y la irradia hasta que llegue el día.
Cuando hemos escuchamos en el Magnificat que El Seor “derriba del trono a los
poderos y enaltece a los humildes”, que “a los hambrientos los colma de bienes y a
los ricos los despide vacíos” teníamos la sensación de encontrarnos ante una gran
revolución, ante un cambio radical. Es una revolución que Dios hace no utilizando la
violencia, como sucede en casi todas las revoluciones, sino sufriéndola en la
persona de su Hijo hasta convertirse éste en cordero inmolado. Es una revolución
ya realizada en Cristo y en María, en quienes resplandece la nueva humanidad. Y es
una revolución siempre pendiente y siempre amenazada. El texto del Apocalipsis, a
la vez que habla de la grandeza de Dios, ve en la mujer misteriosa a la humanidad
asaltada por la presencia amenazadora del inmensos Dragón rojo, símbolo satánico
de todas las fuerzas del mal. Y contempla en la mujer luminosa a la humanidad, a
la Iglesia, que en María, la mujer que nos dio al Hijo, ya ha triunfado
definitivamente.
Cuando el Papa Pío XII proclamaba la Asunción de María, la humanidad acababa de
vivir un tiempo horroroso, de inseguridad ante el futuro, con millones de muertos a
su espalda. Desde entonces para acá, a pesar de los avances científicos y técnicos,
no han cambiado mucho las cosas. Da la impresión de que hemos equivocado el
destino, que estamos empeñados en construir un mundo injusto, donde, por poner
un ejemplo, no somos capaces de encontrar seis mil millones de dólares para paliar
el hambre en el mundo (era lo que se necesitaba, según el Presidente de la FAO) ,
pero donde a los pocos meses se encontraron seiscientos mil millones para rescatar
a los bancos. Yo no digo que esto no debiera hacerse. Digo que, en un mundo en
que hay medios más que suficientes, el dragón del hambre sigue acabando con la
vida de millones de personas. (Recientemente he hecho una llamada para apoyar la
campaa “Caritas con el cuerno de África”, donde más de quince millones de
personas se encuentran en peligro inminente de muerte, debido, entre otras
causas, a la prolongada sequía que ha esterilizado los campos).
Querido hermanos: La Asunción de la Virgen es muchas cosas: Es una respuesta
práctica al anhelo de inmortalidad que anida en el corazón humano; es respuesta
de luz a la oscuridad de la fe; es el gran aplauso a la sencillez y a la humildad. La
Asunción también proclama a su nivel, como lo hace la ascensión de Cristo, que ni
el mal, ni la injusticia, ni ningún poder de este mundo tendrá al fin la última
palabra. Que hay esperanza incluso para los desesperanzados.
Pero la Asuncin nos dice más. Si os fijáis, veréis que el “Magnificat” es las
bienaventuranzas hechas canto, porque se han cumplido ya en María. Pero las
bienaventuranzas son el programa de Evangelio para todos nosotros, porque
todavía hay muchos hermanos que tiene hambre, que lloran, que desean la paz,
que sufren persecución por intentar lograr la justicia. Lo que el Señor nos dará un
día como gracia, nos lo entrega ahora como tarea.
Habéis convivido en estos días, en Albacete, cientos de jóvenes. Lo habéis hecho
con mucha austeridad, durmiendo en el suelo y compartiendo la comida de manera
sencilla a la sombra de los árboles. Más allá del color de la piel o de la lengua, la fe
común os ha permitido vivir una experiencia de fraternidad admirable, sabíais que
estabais entre hermanos. Habéis conocido algunas realidades de nuestra fe, de
nuestra cultura y tradición. Ahora, convocados por Benedicto XVI, os encamináis a
ampliar esta experiencia con otros muchos miles y miles de jóvenes de todo el
mundo. (Permitidme decir que no entiendo cómo esto puede ofender a nadie. Sólo
los prejuicios permiten hace lecturas torcidas de este acontecimiento).
Comprometeos a ser, como os pedía el recordado Beato Juan Pablo II centinelas de
un mundo nuevo, albañiles de esa humanidad nueva que, con la gracia de Dios,
queréis construir.
Expreso mi agradecimiento en nombre de todos a la Delegación de Pastoral Juvenil,
a las diversas comisiones de jóvenes y a los más de cien voluntarios que habéis
dado gratis lo que gratis habéis recibido. Nos sentimos orgullosos de vosotros.
Reitero mi agradecimiento a las parroquias de Villarrobledo, de la Roda, de Peñas
de San Pedro, que han sido también lugares de acogida. Agradezco la colaboración
de las instituciones (Ayuntamientos, Diputación, Subdelegación del Gobierno,
policía nacional y municipal, que han velado por la seguridad). ¡Gracias a todos!
En la Eucaristía Cristo realiza la comunión más profunda. Se nos da como Pan de
Vida para hacer el camino, para que hagamos de nuestra vida “pan partido para la
vida del mundo”, como nos dice Benedicto XVI. ¡Bienvenidos! La mesa está servida,
caliente el pan y envejecido el vino…