EL AMOR, UNA MARCA DE FAMILIA
(DOMINGO XXIV T.O. Ciclo A)
15 septiembre 2002
"No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces
siete".
Como siempre, nuestro primer acercamiento al Evangelio de hoy (Mt 18,21-35) es
para destacar la dificultad de lo que se nos propone: perdonar setenta veces siete.
Estamos, de nuevo, lamentándonos del límite (demasiado amplio) y queriendo
subrayar la dificultad. Me parece que eso no es centrar el contenido del pasaje
evangélico de este domingo. Porque, en realidad, no se nos pide, sin más, perdonar
"setenta veces siete"; es decir, no se nos habla del límite al que debe llegar el amor
en el cristiano. Se nos habla de otra cosa: de que somos capaces de perdonar. Y, si
lo somos, lo somos siempre y para todos.
Para comprender bien lo que digo, es importante caer en la cuenta de que es el
mismo personaje el que, en la parábola, es perdonado y, a su vez, no quiere
perdonar. No se habla de cantidad. Y, si se hace, la que corresponde perdonar al
empleado de la parábola es bien pequeña. Se trata sencillamente de perdonar. Y,
por eso, nos extraña que no perdone. Porque ha sido perdonado. Y, si ha sido
perdonado, debería perdonar.
Esta es la clave de todo. El perdón, el amor, es fruto del amor. Nosotros somos
amados por Dios. Por eso, nuestro estilo debe ser, como cosa natural, el amor. Este
debe convertirse para nosotros en una marca de familia: somos del grupo de los
que, por encima de todo y como la cosa más importante y natural, aman. Este debe
convertirse para nosotros en una señal que incluso nos distinga de los demás o nos
identifique con un grupo. Porque nuestro Padre es amor. Perdonad la comparación,
pero, cuando hablo de marca de familia, es esto lo que quiero decir: hay familias en
que todos sus miembros tienen la nariz larga, o el pelo rubio, o son gordos o
flacos... o tienen esta o aquella señal... Porque han salido a sus padres. Y, de esa
manera, decimos: "no puede negarlo, es hijo de..." Y, cuando sucede lo contrario y
alguien no arrastra la marca de su familia, lo decimos también extrañados: "no
parece de los..."
El cristiano, por ser cristiano, ama. Y, amando, se identifica con lo que dice ser y
con lo que dice creer. Esa es la lógica. El que no ama produce extrañeza si se
define como cristiano, porque le falta algo esencial y definidor de ese grupo, de ese
tipo de personas. Lo dice muy bien la parábola: "sus compañeros quedaron
consternados (extrañados) y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido".
Se deduce, entonces, que lo que se nos dice no es que tengamos obligación de
amar, sino que somos capaces de amar, porque hemos sido amados y somos fruto
de ese amor.
¿Por qué no amamos? ¿No nos estará fallando una imagen correcta de Dios?
Miguel Esparza Fernández