DOMINGO 24 ORD. (A)
Lecturas: Ecco 27,33-28,9;S.102; Rom 14,7-9; Mt 18,21-35
Homilía: P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Perdonar siempre es necesario
El evangelio de hoy nos plantea algo que suele
ser clave en el desarrollo de la vida cristiana: la
necesidad absoluta de perdonar. La Iglesia tiene el
poder, recibido de Dios, de perdonar todos los
pecados; pero al mismo tiempo sus miembros tienen el
deber de perdonar lo que otro hermano le haya podido
ofender.
El texto sigue inmediato al comentado el
domingo pasado. Terminó con aquello de que “donde
están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio
de ellos” (18,20). La unidad se rompe cuando dos
hermanos riñen entre sí. El pecado de un hermano
hiere también la fraternidad y Jesús ha enseñado el
proceso de corregirle. En Pedro surge la duda sobre de
hasta dónde debe llegar el perdón mutuo en la
comunidad cristiana de los discípulos.
A mi hermano, con el que comparto la misma fe
y las mismas exigencias de conducta, “¿cuántas veces
le tengo que perdonar?”; porque, dado que somos
hombres, hay que prever la posibilidad de que un
hermano me ofenda; “¿hasta siete veces?”. Se habla de
unas cuantas ofensas repetidas en un espacio de
tiempo relativamente corto. “No siete, hasta setenta
veces siete”; lo que significa siempre, sin límite. La
parábola viene a continuación. Mateo, que escribe
para cristianos ya convertidos, hermanos en la
comunidad cristiana, la Iglesia, recuerda repetidas
veces esta obligación de perdonar: “Perdona nuestras
ofensas como también nosotros perdonamos a los que
nos han ofendido; porque, si no perdonan ustedes a los
hombres, tampoco el Padre perdonará sus ofensas”
(Mt 6,12.14). Y así en otras ocasiones (Mt 9,5-6;
12,31s; 26-28).
En esta parábola Jesús recarga las tintas por
encima de lo que era normal. El rey perdona sin que el
funcionario se lo pida siquiera; el funcionario agarra a
su compañero hasta casi ahogarlo y lo manda con toda
su familia a la cárcel; diez mil talentos es una deuda
exorbitante y cien denarios, en cambio, apenas iguala
al salario de tres meses de un peón del campo;
tampoco los judíos (otros pueblos vecinos sí)
condenaban a mujer e hijos a la esclavitud porque el
padre no pagará sus deudas. Las exageraciones de la
parábola indican que Jesús quiere cortar de raíz toda
excusa para no perdonar: siempre y en todo hay que
perdonar.
Perdonar es clave para la buena marcha de la
Iglesia a todos los niveles: parroquias, grupos
eclesiales, familias (la iglesia doméstica) y creyentes
mismos. Fácilmente hacemos o decimos cosas que
molestan, humillan, dificultan la vida de los demás.
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Por eso el perdón es necesario y hasta exigencia
diaria. La unidad de las familias, la armonía de los
grupos, la felicidad de las personas, el brillo de su
testimonio cristiano y su progreso es muy frágil si se
carece de la actitud de perdonar. La persona puede
hacer obras piadosas, leer la Biblia, tener frecuencia
de sacramentos, incluso participar en obras de caridad.
Todas esas obras en sí tan hermosas no sirven. Sigue
con los mismos defectos, puede sentir como un
desasosiego dentro, cólera interior, aburrimiento... una
visión negativa y pesimista de la vida. Acaba
molestándole todo. Sólo si perdona saldrá de ese
empantanamiento.
Sin embargo perdonar es a veces difícil. Difícil
y aun doloroso porque pide humildad y generosa
caridad. El rencor invoca el orden de la justicia y se
erige en su defensor inmisericorde. Es como un tumor
espiritual, que paraliza y mata la vida cristiana.
¿Qué hacer? Lo primero mirar a Cristo en la
cruz y verse culpable y perdonado: “Jesús, cargado
con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos
al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos
han curado” (1Pe 2,24). Los primeros responsables de
la muerte de Cristo en la cruz hemos de reconocernos
nosotros mismos por nuestros pecados. Y Cristo en la
misma cruz perdona: “Padre, perdónalos porque no
saben lo que hacen”(Lc 23,34).
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Con la medida con que midamos a los demás, se
nos medirá; sólo si perdonamos, se nos perdonará. Si
no perdonas, no te confieses, no te vale peregrinar, no
visites santuarios del Señor o de la Virgen. Si no
perdonas, no podrás ser perdonado, no encontrarás la
gracia de Dios.
La oración es el segundo medio y necesario.
Con frecuencia sólo se piden bienes de este mundo; tal
vez se ora poco para tener la fuerza sobrenatural
necesaria para practicar la virtud, mejorar el propio
carácter, perdonar... “El espíritu está pronto, pero la
carne es flaca. Velen y oren”(Mt 26,41).
Importante es también no estar recordando
ofensas. El rencor se alimenta del recuerdo. “No
juzguen y no serán juzgados. No condenen y no serán
condenados”(Lc 6,37). Sólo Dios es el juez definitivo.
Déjale a Él juzgar. Cuando asome el recuerdo en tu
conciencia, ora por quien te hizo daño. Es tu hermano.
Está destinado a la gloria, como tú, y Cristo ha muerto
en la cruz también por su salvación. Orar por el
hermano que nos ha ofendido, viene a ser un
magnífico remedio.
Perdonar continuamente, sin descanso: “Setenta
veces siete”; “perdona nuestras ofensas, como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
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