Comentario al evangelio del Viernes 30 de Septiembre del 2011
La persona no existe sino en sociedad. Todos necesitamos sentirnos acogidos y, de alguna manera,
queridos porque aquellos con los que nos relacionamos. De esa manera logramos superar la radical
soledad en que vivimos y nos sentimos miembros y parte de un cuerpo mayor: la familia, el grupo de
amigos, los que seguimos a un equipo de fútbol, los nativos de una región o los que compartimos una
cultura. En esa especie de círculos concéntricos es donde nos sentimos bien, nos sentimos cómodos,
nos sentimos en casa.
Por eso no hay peor castigo que sentirse rechazado, excluido, marginado. Peor todavía cuando la
persona es excluida a pesar de haber luchado por una mayor justicia y fraternidad en el grupo o
sociedad a la que pertenece. Porque a veces, muchas veces, el precio de sentirse en casa es callar ante
la injusticia y ante la opresión y el abuso de los poderosos sobre los débiles. Eso en el ámbito de los
amigos, de la familia, del club de fútbol y de la nación.
La experiencia de sentirse rechazado es muy dolorosa. La soledad del que no puede contar con
nadie es dura. Mantener la coherencia y la fidelidad a los principios y valores por los que se ha luchado
es un tarea sobrehumana. Quizá las palabras de Jesús se entienden en este contexto.
Jesús ha conocido el rechazo de su pueblo. Les ha ofrecido un mensaje nuevo y diferente, el Reino.
Una forma de relacionarse con Dios capaz de quebrar para siempre las estructuras de opresión que
existen dentro y fuera del pueblo. Pero nadie, o casi nadie, le ha seguido. Le rechazan los poderosos y
le condenan los dirigentes espirituales del pueblo. Hasta el pueblo sencillo le abandona. No quieren
revoluciones. Prefieren mantenerse como están aunque tengan que pagar un alto precio.
Jesús no condena a nadie. Simplemente pone de manifiesto que, al rechazarle, están optando por no
salir de su propio infierno. Porque rechazar a Jesús es rechazar la Vida.
Fernando Torres Pérez, cmf