Domingo vigésimo octavo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
2 Re 5,14-17; Sal 97,1. 2-3ab. 3cd-4;
2 Tim 2,8-13; Lc 17,11-19
Una de las causas más viejas de las quejas del hombre es el desagradecimento;
pocas cosas saben tan mal a una persona como topar con un desagradecido. Se
quejan los padres de lo desagradecidos que son los hijos, los jefes de lo poco que
sus colaboradores saben reconocer sus desvelos en orden a una mejora del
cualquier tipo, y así podríamos revistar un largo número de ejemplos. Si bien
miramos, podemos reconocer que no pocas veces tienen razón quienes nos acusan
de desagradecidos. ¿Quién se cree limpio de pecado? Si bien entre los hombres
todos somos deudores de todos y, en muchas ocasiones, exigimos que se nos
agradezca aquello que no era sino cumplimiento de nuestro deber (y, por tanto, no
necesariamente meritorio de agradecimiento) con lo que nuestra queja ante el
desagradecido pierde mucho de su fuerza, hay una queja contra el desagradecido
que puede resultar patética: la queja de Dios ante el hombre que es desagradecido
con El.
La queja de Dios ante el desagradecido es mucho más que un mero llanto, mucho
más que una expresión de un cariño no correspondido. La queja de Dios puede ser
-es- la condenación del hombre.
¿Quién es el desagradecido? Según el relato del evangelio, de los diez leprosos sólo
uno vuelve a dar gracias a Dios; nueve son los desagradecidos. Y ¿quiénes son esos
nueve restantes? Siguiendo el relato comprobamos que esos nueve eran judíos; y,
como tales, se consideraban -porque lo eran- los elegidos de Dios. Ese mismo error
se comete hoy en muchas ocasiones: creerse elegido no por gracia de Dios, sino
por méritos propios; y al creernos elegidos de Dios por méritos propios empezamos
a creernos alguien importante, de allí pasamos a pensar que, dada nuestra valía no
necesitamos a Dios; se rechaza a Dios -a quien, por supuesto, se considera que no
hay nada que agradecerle, pues todo son méritos propios -en la construcción del
mundo, se opta por un mundo sin Dios, se mata existencialmente -por muy
cristianos que nos creamos- a Dios.
Rechazado Dios, el hombre, necesitado de una salvación, opta por salvarse a sí
mismo, se cierra en sí mismo, en su egoísmo, y crea en su entorno un mundo frío y
estéril, un mundo sin amor, un mundo condenado. Ha sido el hombre, con su
desagradecimiento, quien se ha condenado a sí mismo; por eso el grito de Dios
ante el desagradecimiento del hombre es patético: porque habla de muerte.
Frente a este personaje que, cegado por el egoísmo, no puede ser agradecido,
creando en sí y en su entorno un mundo falso, sin Dios, sin amor y sin salvación,
nos aparece también en el relato evangélico la figura del agradecido.
¿Quién es el agradecido? Vemos que es uno solo, extranjero, samaritano -lo que
equivaldría decir que era un excluido, no un elegido-, un rechazado por los judíos.
No era el samaritano el pueblo elegido, sino el judío; sin embargo, es el samaritano
el que conoce y reconoce su verdad. Impuro como los otros nueve, sólo el
samaritano es capaz de reconocer la salvación que se realiza en su curación. Más
que curarle -la lepra, la impureza, era algo mucho más grave que una simple
enfermedad: era algo que condenaba de por vida a quien la padecía, Jesús salva al
samaritano. Y el samaritano sabe ser agradecido.
Pero no pensemos que el agradecimiento del samaritano es de estilo simplón,
romántico. El agradecimiento del samaritano tiene, como base fundamental, el
reconocimiento de su situación real: un pobre hombre, de la clase de los
marginados, de los no-elegidos, que por el amor de Dios ha sido salvado; y, como
una respuesta posible por parte del hombre, el agradecimiento; un agradecimiento
que es cambio de vida (se volvió), y un cambio que hará del hombre salvado un
testigo de Dios (alabando a Dios a voces), que se reconoce esclavo de un único
Señor (se echó por tierra a los pies de Jesús), pero un esclavo que sabe que su
Señor no es un tirano, sino un Salvador (dándole gracias); el agradecimiento ha
sido, en definitiva, lo que ha salvado al hombre de un mundo egoísta, cerrado sobre
sí, sin perspectivas de futuro. Un agradecimiento activo, lleno de vida, construido
más con actos que con palabras, aun sin faltar éstas. Un agradecimiento que es
algo más que una respuesta concreta en un momento determinado a una acción de
Dios; es, más bien, una actitud de vida, un reconocimiento del señorío de Cristo
sobre todo y todos.
De nada ha servido la curación momentánea de los nueve judíos que, una vez
sanos, rompen sus relaciones con Jesús; a éstos no les va a servir de nada el ser
del pueblo elegido. De los diez sólo uno volvió para dar gracias a Dios: un
extranjero; su agradecimiento, la valoración, por encima de todo y todos, de Jesús,
su único Salvador, su fe, en definitiva, ha salvado a este hombre. Un hombre que
tuvo el valor de ver las cosas en toda su verdad, aunque esta verdad fuera su
propia miseria y que, por su verdad, pudo ser agradecido; seamos agradecidos,
dejémonos salvar por Jesús…
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)