Homilías para Matrimonio
I
“El uno para el otro”, “una unidad de dos”
El hombre y la mujer son queridos por Dios el uno para el otro. En efecto, la
Palabra de Dios nos dice que, “no es bueno que el hombre este solo. Voy a hacerle
una ayuda adecuada” (Gn 2, 18). Ninguno de los animales es “ayuda adecuada”
(Gn 2, 19, 20). La mujer, que Dios “forma” de la costilla del hombre y presenta a
este, despierta en él un grito de admiración, una exclamación de amor y de
comunin: “Esta vez si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2,
23). El hombre descubre en la mujer como un otro “yo”, de la misma humanidad.
El hombre y la mujer están hechos “el uno para el otro”: no que Dios los haya
hecho “a medias” e “incompletos”; los ha creado para una comunión de
personas , en la que cada uno puede ser “ayuda” para el otro porque son a la vez
iguales en cuanto personas (“hueso de mis huesos...”) y complementarios en
cuanto masculino y femenino. En el matrimonio, Dios los une de manera que,
formando “una sola carne” (Gn 2, 24), puedan transmitir la vida humana: “Sean
fecundos y multiplíquense y llenen la tierra” (Gn 1, 28). Al transmitir a sus
descendientes la vida humana, el hombre y la mujer, como esposos y padres,
cooperan de una manera única en la obra del Creador.
La alianza matrimonial , por la que un hombre y una mujer constituyen una
íntima comunidad de vida y de amor, fue fundada y dotada de sus leyes propias
por el Creador. Por su naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges así como
a la generación y educación de los hijos. Entre bautizados, el matrimonio ha sido
elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento 1 .
El sacramento del matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia. Da a
los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la
gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma
su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna 2 .
En una página justamente famosa, Tertuliano ha expresado acertadamente la
grandeza y belleza de esta vida conyugal en Cristo: “¿Cmo lograré exponer la
felicidad de ese matrimonio que la Iglesia favorece, que la ofrenda eucarística
refuerza, que la bendición sella, que los ángeles anuncian y que el Padre
ratifica?... ¡Qué yugo el de los dos fieles unidos en una sola esperanza, en un
solo propósito, en una sola observancia, en una sola servidumbre! Ambos son
hermanos y los dos sirven juntos; no hay división ni en la carne ni en el espíritu.
1 Cfr Gs 48, 1; CIC can 1055, 1, cit por 1660
2 Cfr Cc. de Trento. DS 1799, cit por 1661
Al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne y donde la carne es
única, único es el espíritu”.
Por tanto, para que realmente sean, en los hechos de toda la vida, es
necesario que sean los dos para Dios, es decir, poner como centro de su vida al
Padre que nos ama, al Hijo que nos salva y al Espíritu Santo que nos da vida. En
efecto, en la medida en que ustedes conozcan, amen e imiten a Dios, serán una
familia fuerte, sólida, edificada sobre roca, de lo contrario serían esposos necios
que edifican lo más precioso de la sociedad y de la Iglesia, sobre arena: vendrán
los vientos y las lluvias y lo destruirán. Por esto, nadie puede ni debe caer en la
insensatez de querer vivir sin Dios.
En consecuencia es necesario tener orden en el amor:
- primero Dios: amarlo sobre todas las cosas;
- amarse el uno al otro como a sí mismo: dicho en otras palabras, amar al
prójimo como a sí mismo, no a los padres, o hermanos que se dejan…
- con esta unión de los dos en Dios y en sí, amen a los hijos con la misma
responsabilidad, asuman la educación y acompañamiento de los hijos en un solo
corazón, como van a comprometerse en un momento más: educar en la fe a sus
hijos con la palabra y con el ejemplo…
Sólo así podrá darse la unión de los dos, para fundar la familia, de vida y
amor, que Dios quiere y que el mundo necesita.
Su tarea de todos los días será santificar el hogar día a día, hombre con hombre,
corazón a corazón. Así podrán crear, con el cariño, un auténtico ambiente de
familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas
virtudes cristianas: crezcan, por ustedes mismos y por sus hijos, en la fe, en la
esperanza y la caridad y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la
sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría... y el diálogo.
Todo esto slo es posible desde Dios… Hoy, pues ustedes digan, Señor, en tu
nombre echaré las redes: vivan, pues, a ejemplo de María y san José: en el nombre
del padre…
II
Hoy vinimos al encuentro su Dios para celebrar la eucaristía en la que unirán su
vida para siempre…; hoy ustedes vienen a decirse, lo que sin duda se han dicho
muchas veces, te amo; pero hoy lo harán ante Dios y la Iglesia, y añadirán el solo a
ti y para siempre.
El matrimonio es un sacramento que santifica la unión del hombre y la mujer; es
una alianza, que en Dios, la harán del uno al otro y para siempre.
El secreto del amor matrimonial es dejar a Jesús que penetre las conciencias y
los corazones de los que se unen para siempre, haciéndose partícipes del amor de
Dios.
Dios vino a nosotros haciéndose como nosotros, viviendo en una familia como la
nuestra, como la que ustedes hoy se han decidido formar. De Jesús aprendemos
como vivir en la familia, porque su familia, José y María son nuestra familia y
nuestro modelo; este ha de ser el modelo de familia al que ustedes han de aspirar;
y se puede porque Dios está con nosotros, es Emmanuel…
El nacimiento de Jesús se realiza en las circunstancias más normales de la vida,
como la nuestra: una mujer que da a luz, una familia, una casa; la grandeza y el
poder de Dios se acerca a la pequeñez del hombre a través de lo humano. Un
modelo de santificación del hombre y de la mujer a través de lo ordinario de la
vida: No hay situación terrena por pequeña que sea, que no pueda ser ocasión de
un encuentro con Cristo.
El matrimonio no es para los cristianos una simple ocasión social, ni mucho
menos un remedio para las debilidades humanas: es una autentica llamada a vivir
en la santidad. El matrimonio es un sacramento grande en Cristo y en la Iglesia,
nos ha dicho san Pablo; y, a la vez es un inseparable contrato que un hombre y una
mujer hacen para siempre-conozcamos o no, queramos o no- el matrimonio
instituido por Cristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús,
que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda
la vida matrimonial en un andar divino en la tierra…
Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa
unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a
espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el
cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante
a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que
constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que
los esposos cristianos deben sobrenaturalizar, vivirlas desde la fe en la presencia de
Dios…
La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los
problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con
que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así
todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír,
olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al
otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende;
a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en
montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta
la convivencia diaria.
Santificar el hogar día cada día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de
familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas
virtudes cristianas; la fe, la esperanza y la caridad y, luego, todas las otras: la
prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría... Todo esto
slo es posible desde Dios…
III
Santidad del amor humano
La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de Jesucristo en
las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del Matrimonio: fue nuestro
Salvador a las bodas -escribe San Cirilo de Alejandría- para santificar el principio de
la generación humana.
El Matrimonio es un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como
dice con expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los contrayentes
su materia. El Señor santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la
mujer hacia el marido: ha dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus
cuerpos. Ningún cristiano, esté o no llamado a la vida matrimonial, puede
desestimarla.
Nos ha dado el Creador la inteligencia, que es como un chispazo del
entendimiento divino, que nos permite -con la libre voluntad, otro don de Dios:
conocer y amar; y ha puesto en nuestro cuerpo la posibilidad de engendrar, que es
corno una participación de su poder creador. Dios ha querido servirse del amor
conyugal, para traer nuevas criaturas al mundo y aumentar el cuerpo de su Iglesia.
El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena
limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad.
Ese es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la
sexualidad. Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo
genuinamente humano, que hay aquí abajo. Nos enseña que la regla de nuestro
vivir no debe ser la búsqueda egoísta del placer, porque sólo la renuncia y el
sacrificio llevan al verdadero amor: Díos nos ha amado y nos invita a amarle y a
amar a los demás con la verdad y con la autenticidad con que El nos ama.
Las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante
todo la propia satisfacción, ponen en juego su salvación eterna, y ya ahora son
inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a
Dios y a los demás, también en el matrimonio, puede ser dichoso en la tierra, con
una felicidad que es preparación y anticipo del cielo.
Durante nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del amor. En el
estado matrimonial, considerando las cosas de una manera descriptiva, podríamos
afirmar que hay anverso y reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la
ilusión por edificar y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver
crecer a los hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que
consume los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía
de los días aparentemente siempre iguales.
Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara
que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban.
Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas
revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se
manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte
Esa autenticidad del amor requiere fidelidad y rectitud en todas las relaciones
matrimoniales. Dios, comenta Santo Tomás de Aquino, ha unido a las diversas
funciones de la vida humana un placer, una satisfacción; ese placer y esa
satisfacción son por tanto buenos. Pero si el hombre, invirtiendo el orden de las
cosas, busca esa emoción como valor último, despreciando el bien y el fin al que
debe estar ligada y ordenada, la pervierte y desnaturaliza, convirtiéndola en
pecado, o en ocasión de pecado.
La castidad -no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad
enamorada- es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado
de vida. Existe una castidad de los que sienten que se despierta en ellos el
desarrollo de la pubertad, una castidad de los que se preparan para casarse, una
castidad de los que Dios llama al celibato, una castidad de los que han sido
escogidos por Dios para vivir en el matrimonio.
¿Cómo no recordar aquí las palabras fuertes y claras que nos conserva la
Vulgata, con la recomendación que el Arcángel Rafael hizo a Tobías antes de que se
desposase con Sara? El ángel le amonestó así:
Escúchame y te mostraré quiénes son aquellos contra los que puede prevalecer
el demonio. Son los que abrazan el matrimonio de tal modo que excluyen a Dios de
si y de su mente, y se dejan arrastrar por la pasión como el caballo y el mulo, que
carecen de entendimiento. Sobre éstos tiene potestad el diablo No hay amor
humano neto, franco y alegre en el matrimonio si no se vive esa virtud de la
castidad, que respeta el misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad ya la
entrega. Nunca he hablado de impureza, y he evitado siempre descender a
casuísticas morbosas y sin sentido; pero de castidad y de pureza, de la afirmación
gozosa del amor, si que he hablado muchísimas veces, y debo hablar.
Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener
miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su
vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean
mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les
diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de
verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos.
Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha
concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor
lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a
contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa
línea, son casi siempre insanables.
Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es
expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten
unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se
destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara.
Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y
sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la
posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y
poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la
voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra
cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo.
No olvidéis que entre los esposos, en ocasiones, no es posible evitar las peleas.
No riñáis delante de los hijos jamás: les haréis sufrir y se pondrán de una parte,
contribuyendo quizá a aumentar inconscientemente vuestra desunión. Pero reñir,
siempre que no sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi
una necesidad. La ocasión, no el motivo, suele ser el cansancio del marido, agotado
por el trabajo de su profesión; la fatiga -ojalá no sea el aburrimiento- de la esposa,
que ha debido luchar con los niños, con el servicio o con su mismo carácter, a veces
poco recio; aunque sois las mujeres más recias que los hombres, si os lo proponéis.
Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en
vuestras pequeñas reyertas, ninguno de los dos tiene razón. El que está más
sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más
tarde -a solas- reñid, que ya haréis en seguida las paces.
Pensad vosotras en que quizá os abandonáis un poco en el cuidado personal,
recordad con el proverbio que la mujer, compuesta saca al hombre de otra puerta:
es siempre actual el deber de aparecer amables como cuando erais novias, deber
de justicia, porque pertenecéis a vuestro marido: y él no ha de olvidar lo mismo,
que es vuestro y que conserva la obligación de ser durante toda la vida afectuoso
como un novio. Mal signo, si sonreís con ironía, al leer este párrafo: seria muestra
evidente de que el afecto familiar se ha convertido en heladora indiferencia.
IV
Hogares luminosos y alegres
La sagrada familia, la familia de Jesús, de José y María es el modelo de toda
familia. He ahí a José, a María y a Jesús, modelos de cómo ser Padre, y madre y
como ser hijo.
En la celebración de la solemnidad de la Sagrada familia, no se puede dejar de
hablar, pues, del matrimonio sin pensar a la vez en la familia, que es el fruto y la
continuación de lo que con el matrimonio se inicia. Una familia se compone no sólo
del marido y de la mujer, sino también de los hijos y, en uno u otro grado, de los
abuelos, de los otros parientes y de las empleadas del hogar. A todos ellos ha de
llegar el calor entrañable, del que depende el ambiente familiar.
Ciertamente hay matrimonios a los que el Señor no concede hijos: es señal
entonces de que les pide que se sigan queriendo con igual cariño, y que dediquen
sus energías -si pueden- a servicios y tareas en beneficio de otras almas. Pero lo
normal es que un matrimonio tenga descendencia. Para estos esposos, la primera
preocupación ha de ser sus propios hijos. La paternidad y la maternidad no
terminan con el nacimiento: esa participación en el poder de Dios, que es la
facultad de engendrar, ha de prolongarse en la cooperación con el Espíritu Santo
para que culmine formando auténticos hombres cristianos y auténticas mujeres
cristianas.
Los padres son los principales educadores de sus hijos, tanto en lo humano
como en lo sobrenatural, y han de sentir la responsabilidad de esa misión, que
exige de ellos comprensión, prudencia, saber enseñar y, sobre todo, saber querer;
y poner empeño en dar buen ejemplo. No es camino acertado, para la educación, la
imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en
llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con
quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y
amable.
Es necesario que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar
con ellos. Los hijos son lo más importante: más importante que los negocios, que el
trabajo, que el descanso. En esas conversaciones conviene escucharles con
atención, esforzarse por comprenderlos, saber reconocer la parte de verdad -la
verdad entera- que pueda haber en algunas de sus rebeldías. Y, al mismo tiempo,
ayudarles a encauzar rectamente sus afanes e ilusiones, enseñarles a considerar las
cosas y a razonar; no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos,
sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su libertad,
ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad
sin libertad.
Los padres educan fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos y las
hijas buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos más
amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino algo de mayor
categoría: un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una
existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se
suceden a lo largo de los años.
Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo éste: que sus
hijos vean -lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no se hagan ilusiones- que
procuran vivir de acuerdo con su fe, que Dios no está sólo en sus labios, está en
sus obras; que esfuerzan por ser sinceros y leales, que los quieren y que los
quieren de veras.
Es así como mejor contribuirán a hacer de ellos cristianos verdaderos, hombres
y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la
vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los
grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se
encuentren más tarde, en la sociedad.
Escuchen a sus hijos, dedíquenles también su tiempo, muéstrenles confianza;
créanles cuanto les digan, aunque alguna vez los engañen; no los asusten de sus
rebeldías, puesto que también ustedes a su edad fueron, quizá, más o menos
rebeldes; salgan a su encuentro, a mitad de camino, y recen por ellos, que acudirán
a sus padres con sencillez -es seguro, -si obran cristianamente así-, en lugar de
acudir con sus legitimas curiosidades a un amigote desvergonzado o brutal. Su
confianza, su relación amigable con los hijos, recibirá como respuesta la sinceridad
de ellos con ustedes: y esto, aunque no falten contiendas e incomprensiones de
poca monta, es la paz familiar, la vida cristiana. ¿Cómo describiré -se pregunta un
escritor de los primeros siglos, Tertuliano- la felicidad de ese matrimonio que la
Iglesia une, que la entrega confirma, que la bendición sella, que los ángeles
proclaman, y al que Dios Padre tiene por celebrado?.. Ambos esposos son como
hermanos, siervos el uno del otro, sin que se dé entre ellos separación alguna, ni
en la carne ni en el espíritu. Porque verdaderamente son dos en una sola carne, y
donde hay una sola carne debe haber un solo espíritu... Al contemplar esos
hogares, Cristo se alegra, y les envía su paz; donde están dos, allí está también El,
y donde El está no puede haber nada malo.
Hemos procurado resumir y comentar algunos de los rasgos de esos hogares, en
los que se refleja la luz de Cristo, y que son, por eso, luminosos y alegres -repito-,
en los que la armonía que reina entre los padres se trasmite a los hijos, a la familia
entera y a los ambientes todos que la acompañan. Así, en cada familia
auténticamente cristiana se reproduce de algún modo el misterio de la Iglesia,
escogida por Dios y enviada como guía del mundo.
A todo cristiano, cualquiera que sea su condición -sacerdote o seglar, casado o
célibe-, se le aplican plenamente las palabras del apóstol que se leen precisamente
en la Epistola de la festividad de la Sagrada Familia: Escogidos de Dios, santos y
amados. Eso somos todos, cada uno en su sitio y en su lugar en el mundo:
hombres y mujeres elegidos por Dios para dar testimonio de Cristo y llevar a
quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios, a pesar de nuestros errores
Y procurando luchar contra ellos.
Es muy importante que el sentido vocacional del matrimonio no falte nunca
tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia de aquellos a
quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y verdaderamente llamados a
incorporarse en los designios divinos para la salvación de todos los hombres.
Por eso, quizá no puede proponerse a los esposos cristianos mejor modelo que
el de las familias de los tiempos apostólicos: el centurión Cornelio, que fue dócil a la
voluntad de Dios y en cuya casa se consumó la apertura de la Iglesia a los gentiles;
Aquila y Priscila, que difundieron el cristianismo en Corinto " y en Éfeso y que
colaboraron en el apostolado de San Pablo; Tabita, que con su caridad asistió a los
necesitados de Joppe, y tantos otros hogares de judios y de gentiles, de griegos y
de romanos, en los que prendió la predicación de los primeros discípulos del Señor.
Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas
comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje
evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados
de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso
fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy:
sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído.
V
Hoy vinimos al encuentro de nuestro Dios para celebrar la eucaristía en la que
unirán su vida para siempre…; hoy ustedes vienen a decirse, lo que sin duda se han
dicho muchas veces, te amo; pero hoy lo harán ante Dios y la Iglesia, y añadirán el
solo a ti, y para siempre.
El matrimonio es un sacramento que santifica la unión del hombre y la mujer.
Entre bautizados, el matrimonio ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de
sacramento (cf. Gs 48, 1; CIC can 1055, 1); además el matrimonio es una
alianza del uno hacia el otro y para siempre. Es una pertenencia total y totalizante,
del uno al otro, en todo lo que son, y todo lo que tienen…
Así, el hombre y la mujer están hechos “el uno para el otro”: no que Dios los
haya hecho “a medias” e “incompletos”; los ha creado para una comunin de
personas, en la que cada uno puede ser “ayuda” para el otro porque son a la vez
iguales en cuanto personas (“hueso de mis huesos...”) y complementarios en
cuanto masculino y femenino. En el matrimonio, Dios los une de manera que,
formando “una sola carne” (Gn 2, 24), puedan transmitir la vida humana: “Sed
fecundos y multiplicaos y llenad la tierra” (Gn 1, 28). Al transmitir a sus
descendientes la vida humana, el hombre y la mujer, como esposos y padres,
cooperan de una manera única en la obra del Creador (cf. GS 50, 1) 3 .
Para vivir y cumplir estos dones y compromisos del amor matrimonial, el secreto
es dejar a Jesús que penetre las conciencias y los corazones de los que se unen
para siempre, haciéndose partícipes del amor de Dios.
Dios vino a nosotros haciéndose como nosotros, viviendo en una familia como la
nuestra, como la que ustedes hoy se han decidido formar. De Jesús aprendemos
como vivir en la familia, porque su familia, J osé y María son nuestra familia y
nuestro modelo; este ha de ser el modelo de familia al que ustedes han de aspirar;
y se puede porque Dios está con nosotros, es Emmanuel…
El matrimonio no es para los cristianos una simple ocasión social, ni mucho
menos un remedio para las debilidades humanas: es una autentica llamada a vivir
en la santidad. El matrimonio es un sacramento grande en Cristo y en la Iglesia; en
efecto, significa la unión de Cristo con la Iglesia: el matrimonio da a los esposos la
gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del
sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad
indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna 4 . Y, a la vez es un
inseparable contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre - lo
conozcamos o no, queramos o no - el matrimonio instituido por Cristo es
indisoluble: signo sagrado que santifica , acción de Jesús, que invade el alma de los
que se casan, y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un
andar divino en la tierra…
Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa
unión; cometerían un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y
al margen de Dios y de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el
cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante
a la familia, y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que
constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que
los esposos cristianos deben sobrenaturalizar, vivirlas desde la fe en la presencia de
Dios…
La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los
problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con
que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así
todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír,
olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al
otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende;
a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en
montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta
la convivencia diaria.
3 Cfr. CIgC 372
4 Cfr. Cc. de Trento. DS 1799 cit por CIgC 1660
No olviden que entre los esposos, en ocasiones, no es posible evitar las peleas.
No riñan delante de los hijos jamás: les harán sufrir y se pondrán de una parte,
contribuyendo quizá a aumentar inconscientemente su desunión. Pero reñir,
siempre que no sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi
una necesidad. La ocasión, no el motivo, suele ser el cansancio del marido, agotado
por el trabajo de su profesión; la fatiga -ojalá no sea el aburrimiento- de la esposa,
que ha luchado con los nios, con el servicio o con su mismo carácter…
Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en sus
pequeños pleitos, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de
decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde -a
solas- riñan, que ya harán en seguida las paces.
Por otra parte, puede suceder que la mujer se abandone un poco en el cuidado
personal, recordemos el proverbio: la mujer compuesta saca al hombre de otra
puerta: es siempre actual el deber de aparecer amables como cuando eran novias,
deber de justicia, porque pertenecen a su marido; y él, no ha de olvidar que es
totalmente de su esposa y de sus hijos, y que conserva la obligación de ser durante
toda la vida afectuoso como cuando era novio. Mal signo, si sonríen con ironía, al
escuchar esta reflexión: seria muestra evidente de que el afecto familiar se ha
convertido en heladora indiferencia.
En definitiva, se trata de santificar el hogar día cada día, crear, con el cariño, un
auténtico ambiente de familia. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar
muchas virtudes cristianas; la fe, la esperanza y la caridad y, luego, todas las
otras : la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría...
Todo esto slo es posible desde Dios…
VI
El matrimonio es un sacramento que santifica la unión del hombre y la mujer; es
una alianza, que en Dios, la harán del uno al otro y para siempre.
Hoy, siempre, es un día en que, no solo los novios, sino todos, debemos dejar
que la luz y la gracia de Jesús penetren hasta el fondo del alma. Este es el secreto
del amor matrimonial, dejar a Jesús que penetre las conciencias y los corazones de
los que se unen para siempre, haciéndose partícipes del amor de Dios.
Dios vino a nosotros haciéndose como nosotros, viviendo en una familia como la
nuestra, como que ustedes hoy se han decidido formar. De Jesús aprendemos como
vivir en la familia, porque su familia, José y María son nuestra familia y nuestro
modelo; este ha de ser el modelo de familia al que ustedes han de aspirar; y se
puede porque Dios está con nosotros, es Emmanuel…
El matrimonio no es para los cristianos una simple ocasión social, ni mucho
menos un remedio para las debilidades humanas: es una autentica llamada a vivir
en la santidad. El matrimonio es un sacramento grande en Cristo y en la Iglesia,
nos ha dicho san Pablo; y, a la vez es un inseparable contrato que un hombre y una
mujer hacen para siempre-conozcamos o no, queramos o no- el matrimonio
instituido por Cristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús,
que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda
la vida matrimonial en un andar divino en la tierra…
Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa
unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a
espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el
cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante
a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que
constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que
los esposos cristianos deben sobrenaturalizar, vivirlas desde la fe en la presencia de
Dios…
¿Cómo describiré -se pregunta un escritor de los primeros siglos, Tertuliano- la
felicidad de ese matrimonio que la Iglesia une, que la entrega confirma, que la
bendición sella, que los ángeles proclaman, y al que Dios Padre tiene por
celebrado?.. Ambos esposos son como hermanos, siervos el uno del otro, sin que se
dé entre ellos separación alguna, ni en la carne ni en el espíritu. Porque
verdaderamente son dos en una sola carne, y donde hay una sola carne debe haber
un solo espíritu... Al contemplar esos hogares, Cristo se alegra, y les envía su paz;
donde están dos, allí está también El, y donde El está no puede haber nada malo.
No olviden que entre los esposos, en ocasiones, no es posible evitar las peleas.
No riñan delante de los hijos jamás: les harán sufrir y se pondrán de una parte,
contribuyendo quizá a aumentar inconscientemente su desunión. Que riñan,
siempre que no sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi
una necesidad. La ocasión, no el motivo, suele ser el cansancio del marido, agotado
por el trabajo de su profesión; la fatiga -ojalá no sea el aburrimiento- de la esposa,
que ha debido luchar con los niños, con el servicio o con su mismo carácter, a veces
poco recio; aunque son las mujeres más recias que los hombres, si se lo proponen.
Eviten la soberbia, que es el mayor enemigo de su trato conyugal: en sus
pequeños pleitos, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de
decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde -a
solas- riñan, que ya harán en seguida las paces.
Piensen en ustedes, mujeres, en que quizá se abandonan un poco en el cuidado
personal, recuerden con el proverbio, que la mujer compuesta saca al hombre de
otra puerta: es siempre actual el deber de aparecer amables como cuando eran
novias, deber de justicia, porque pertenecen a su marido. Maridos, no han de
olvidar lo mismo, amen a sus esposas como cuerpos suyos, como Cristo amó a la
Iglesia; conserven durante su vida la obligación de ser afectuosos como en sus
mejores tiempos...
¿Cómo ser padre y madre, esposo, esposa?, volvamos los ojos a la sagrada
familia, la familia de Jesús, de José y María; Ella es el modelo de toda familia. He
ahí a José, a María y a Jesús, modelos de cómo ser Padre, y madre y como ser hijo.
Esta es nuestra familia, modelo de nuestras familias, que Jesús, José y María
intercedan por la familia de… y de cada una de los presentes.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)