¡Defendiendo la vida de otros, abogas por la tuya propia!
Domingo 27 ordinario 011 A
Por segunda ocasión, la Iglesia nos invita a escuchar una de las parábolas más
dramáticas de Cristo, ciertamente dirigida a los sumos sacerdotes y a los ancianos
del pueblo de Israel, que consideraban que la salvación era un coto cerrado,
disponible sólo para ellos, quizá para el pueblo hebreo, pero definitivamente
cerrado para todos los demás pueblos y naciones. Sin embargo para nosotros la
parábola adquiere un carácter universalista y lleva la esperanza alegre de nuestra
propia salvación obrada por la entrega de Cristo Jesús.
Se trata del propietario que plantó una viña dotándola de la mejor cepa, de los
mejores cuidados y con toda la seguridad del mundo y se marchó, dejando quién
cuidara de aquella viña objeto de su amor y su cariño, como lo hacen los
agricultores con sus terrenos y sus sembradíos. En el tiempo oportuno, mandó a
sus criados a pedir parte de los frutos, lo que a él le correspondía en justicia, pero
sus criados fueron maltratados y golpeados e incluso a algunos de ellos los
mataron. Envió de nuevo otra embajada y lo mismo ocurrió, por lo que se decidió a
enviar lo más valioso de sí, a su propio hijo, pensando que por lo menos a él sí lo
respetarían. Pero ni eso detuvo a los desalmados viñadores, que pensando a toda
costa quedarse con la propiedad de la viña, también mataron al heredero. Esto
encendió el ánimo del propietario que mandó matar a los insensatos viñadores y
dispuso que la viña se le diera a otro grupo de viñadores que pagaran a su tiempo
los frutos de la viña. Los directores religiosos del pueblo entendieron la fuerza que
llevaba la parábola, pues el tema era conocido para ellos, porque ya el profeta
Isaías se expresaba de la misma forma, y así se percataban de que la herencia del
pueblo hebreo, simbolizada en la viña, les sería arrebatada y ellos se quedarían
fuera.
Para nosotros el mensaje es valiosísimo, nos muestra el entrañable amor del Padre
para sus hijos, que nos ofrece lo mejor de sí mismo, que quiere quedarse pobre,
enviándonos a su propio hijo, pensando que nosotros sí lo respetaríamos, pues lo
dotó de todos los poderes para obrar nuestra propia salvación. El Padre lo empeñó
todo, nos dio a su propio hijo, sin importar que nosotros fuéramos desalmados y
dignos de castigo y de condenación, porque nos quiere, nos ama y desea vernos
cerca de él. Pero siendo entonces nosotros los herederos, gozando del Hijo que fue
rechazado por aquellas gentes, el Señor espera de nosotros frutos abundantes, una
buena cosecha y que los que pertenecen a su pueblo, puedan vivir en la justicia y el
derecho, disponiendo de tal manera las cosas, que podamos vivir en paz y en
fraternidad. Tal parece que fuera lo contrario, pues la legislación de muchas
naciones y hacia allá va la de nuestro propio país, va encaminada a matar a los
herederos, o a dejar la puerta abierta para que la mujer, usando de un pretendido
derecho a su propio cuerpo pueda matar cuando ella lo decida, al fruto que lleve en
sus entrañas, considerándolo un intruso al que se le impide el derecho a vivir. Y
como la legislación permite el aborto a los pequeños no deseados, también se
considera de poca monta la vida de los hombres y así asistimos al triste espectáculo
de una violencia en la que todos nos vemos inmiscuidos y los hombres se permiten
el lujo, entonces, de atentar también contra la vida de los ancianos o desquiciados
por la ciencia, porque ya no son útiles a la sociedad que sí usufructuó de la vida de
esas gentes que llegaron a su culmen y que ya no pudieron dar más. Hoy, si
hemos entendido el sentido de la parábola, todos tendremos que estar empeñados
en defender la vida humana, la vida en todas sus fases aún aquella que está latente
en el seno de las mujeres, pues tiene un carácter valioso y sagrado,sobre el cuál a
nadie se le ha dado ningún poder.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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