El viñedo del Reino de Dios
Homilía para el Domingo XXVII del TO (Ciclo A)
El pueblo de Israel es comparado a una viña plantada por Dios, de la que el
Señor espera buenos frutos (cf Is 5,1-7). Pero no siempre sucede así; en
ocasiones, en lugar de derecho, se encuentra asesinatos y, en lugar de
justicia, lamentos.
La imagen del viñedo es empleada por Jesús para referirse al Reino de Dios;
un Reino que se nos ha confiado a cada uno de nosotros para que demos a
Dios los frutos a su tiempo (cf Mt 21,33-43). Nos comportaríamos como
viñadores malvados si, despreciando a los profetas y al propio Hijo de Dios,
nos empeñásemos en construir el Reino según nuestras propias
convicciones particulares.
En los tiempos de la vida terrena de Jesucristo había otros proyectos
alternativos al suyo para edificar el Reino. Los zelotes, por ejemplo, querían
imponer lo que ellos entendían por el Reino de Dios mediante la fuerza.
Otros, como los que formaban la comunidad de Qumrán, pensaban que ese
Reino era solo para los elegidos, para un grupo limitado.
Existe una conexión entre el Reino y la Iglesia, porque la Iglesia es el Reino
de Cristo “presente ya en misterio” ( Lumen gentium ,3). Un Reino que se
manifiesta en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo, que es
la verdadera “piedra angular” de todo el edificio. Jesús dot a su Iglesia de
una estructura y eligió a los Doce, con Pedro como Cabeza, como cimientos.
En la Iglesia encontramos la salvación que nos viene de Cristo.
También en nuestros días puede surgir el deseo de despreciar a los pastores
que Dios envía a su Iglesia – al Papa y a los obispos en comunión con él –
para construir “otra” Iglesia, más afín a nuestras preferencias y caprichos o
a lo que entendemos que es más justo. Benedicto XVI ha alertado sobre
esta tentacin: “La insatisfaccin y el desencanto se difunden si no se
realizan las propias ideas superficiales y errneas acerca de la „Iglesia`‟ y
los „ideales sobre la Iglesia‟ que cada uno tiene” (Berlín, 22-IX-2011).
Acoger el Reino de Dios y dar frutos es una tarea que no está exenta de
riesgos, de dificultades, de persecuciones. Así ha sido la suerte de los
profetas y de aquellos que, ayer y hoy, se comprometen a fondo con Dios.
También el Hijo de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, conoció el rechazo y la
Cruz. Un rechazo que sigue experimentando cada vez que se maltrata a los
cristianos por el hecho mismo de ser sus discípulos.
El Evangelio no esconde la verdad de estas tribulaciones, pero señala un
camino de esperanza. El Reino de Dios no fracasa, porque es precisamente
“de Dios”: “Es el Seor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”.
Basados en esta esperanza podemos dar frutos de santidad y vivir en paz,
tal como nos pide el apstol San Pablo: “Nada os preocupe; sino que en
toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras
peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo
juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo
Jesús” ( Flp 4,6-8).
Guillermo Juan Morado.