La viña del amor de Dios
DOMINGO XXVII PER ANNUM A
2 de octubre de 2011
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una
cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos
labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus
criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los
labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo
apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con
ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose Tendrán respeto a mi
hijo. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: Éste es el heredero: venid, lo
matamos y nos quedamos con su herencia. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de
la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con
aquellos labradores? Le contestaron: Hará morir de mala muerte a esos malvados y
arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos. Y
Jesús les dice: ¿No habéis leído nunca en la Escritura: La piedra que desecharon los
arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un
milagro patente ? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se
dará a un pueblo que produzca sus frutos.
La 1ª lectura, tomada del profeta Isaías, y el evangelio de este día ponen ante
nuestros ojos una de las grandes imágenes de la sagrada Escritura: la imagen de la
vid. El vino, fruto de la vid , expresa la exquisitez de la creación, nos da la fiesta,
en la que superamos los límites de lo cotidiano, alegrándonos el corazón.. Así, el
vino y con él la vid se han convertido también en imagen del don del amor, en el
que podemos experimentar de alguna manera el sabor de lo divino. Con el cántico
de amor del profeta Isaías, Dios quiere hablar al corazón de su pueblo y también a
cada uno de nosotros. ¿Hallará una respuesta? ¿O nos sucederá lo que a la viña de
la que habla Isaías: Dios "esperaba que diese uvas, pero dio agrazones"? ¿Nuestra
vida cristiana no es a menudo mucho más vinagre que vino? ¿Auto-compasión,
conflicto, indiferencia?
Asimismo, ambas lecturas nos hablan de la historia desarrollada sucesivamente,
del fracaso del hombre. Dios plantó cepas muy selectas y, sin embargo, dieron
agrazones. Y nos preguntamos: ¿En qué consisten estos agrazones? La uva buena
que Dios esperaba -dice el profeta-, sería el derecho y la justicia. En cambio, los
agrazones son la violencia, el derramamiento de sangre y la opresión, que hacen
sufrir a la gente bajo el yugo de la injusticia. En el evangelio, en cambio, la imagen
cambia: la vid produce uva buena, pero los labradores se quedan con ella. No
quieren entregársela al propietario. Apalean y matan a sus mensajeros y asesinan a
su Hijo. Su motivación es simple: quieren convertirse en propietarios; se apoderan
de lo que no les pertenece; los labradores no quieren tener un amo, y esos
labradores constituyen un espejo también para nosotros. Los hombres usurpamos
la creación que, por decirlo así, nos ha sido dada para administrarla. Queremos ser
sus únicos propietarios. Queremos poseer el mundo y nuestra misma vida de modo
ilimitado. Dios es un estorbo para nosotros. O se hace de Él una simple frase
devota o se lo niega del todo, excluyéndolo de la vida pública, de modo que pierda
todo significado. Ciertamente, se puede echar al Hijo fuera de la viña y asesinarlo,
para gozar de forma egoísta, solos, de los frutos de la tierra. Pero entonces la viña
se transforma muy pronto en un terreno yermo, pisoteado por los jabalíes, como
dice el salmo 79,4.
De igual manera, en los dos textos litúrgicos se anuncia el juicio a la viña infiel. El
juicio que Isaías preveía se realizó en las grandes guerras y exilios por obra de los
asirios y los babilonios. El juicio anunciado por el Señor Jesús se refiere sobre todo
a la destrucción de Jerusalén en el año 70. Pero la amenaza de juicio nos atañe
también a nosotros. Con este evangelio, el Señor nos dirige también a nosotros las
palabras que en el Apocalipsis dirigió a la Iglesia de Éfeso: "Arrepiéntete. (...) Si
no, iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero" (Ap 2, 5).
Sin embargo, en este punto nos surge la pregunta: Pero, ¿no hay ninguna
promesa, ninguna palabra de consuelo en la lectura y en la página evangélica de
hoy? ¿La amenaza es la última palabra? ¡No! La promesa existe, y es la última
palabra, la palabra esencial. La escuchamos en el versículo del Aleluya, tomado del
evangelio según san Juan: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que
permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto" (Jn 15, 5). Con estas palabras del
Señor, san Juan nos ilustra el desenlace último, el verdadero desenlace de la
historia de la viña de Dios. Dios no fracasa. Al final, él vence, vence el amor. En la
parábola de la viña propuesta por el evangelio de hoy y en sus palabras conclusivas
se encuentra ya una velada alusión a esta verdad. También allí la muerte del Hijo
no es tampoco el fin de la historia, aunque no se narra directamente el desenlace
del relato. Pero Jesús expresa esta muerte mediante una nueva imagen tomada del
Salmo: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (Mt
21, 42; Sal 117, 22). De la muerte del Hijo brota la vida, se forma un nuevo
edificio, una nueva viña. Él, que en Caná transformó el agua en vino, convirtió su
sangre en el vino del verdadero amor, y así convierte el vino en su sangre. De este
modo, Cristo mismo se ha convertido en la vid, y esta vid da siempre buen fruto: la
presencia de su amor por nosotros, que es indestructible…Si permanecemos unidos
a Él, entonces daremos fruto también nosotros, entonces ya no produciremos el
vinagre de la autosuficiencia, del descontento de Dios y de su creación sino el vino
bueno de la alegría en Dios y del amor al prójimo. (Extractos a de una homilía de
Benedicto XVI)
Juan Sánchez Trujillo