XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
“SEÑOR, TÚ ERES EL DIOS DE QUIEN ESPERAMOS LA SALVACIÓN” (Is. 25, 9)
En este domingo la liturgia nos presenta la salvación con la figura de un banquete que se da a
los hombres, una fiesta grande y maravillosa a la cual todos somos llamados, por el amor de
Dios, que no excluye a ninguno. Este festín está unido a la destrucción del dolor y de la muerte,
pero se oculta a través de los siglos y se manifestará con la venida del Mesías, donde el Señor
enjugará las lágrimas de todos. Pareciera que la destrucción del dolor y de la muerte será en
los tiempos futuros, más allá de esta vida. El Profeta relata la salvación en los tiempos
mesiánicos, cuando se cumplirán las promesas de la salvación y todos estamos destinados a
ella (Is. 25,6-8), pero ciertamente, más allá de esta vida, encontrada la salvación en el Mesías.
Es en este Mesías, después del dolor y de la muerte, cuando “ya no habrán más lágrimas,
dolor y no habrá más muerte” (Ap. 21,4) y cuando veremos a Dios tal cual es, frente a frente y
cuando realizadas todas nuestras expectativas de salvación, viviremos en el gozo y en la paz
de Dios.
El evangelio del día, (Mt. 22,1-14), nos muestra la salvación a través de la imagen de una
boda. Dios, el Señor nos invita a participar de las bodas de su hijo. La parábola toma el aspecto
humano en donde el rey, que es Dios, nos invita a las bodas de su hijo, que es el Mesías, y
estas bodas, se celebran como es habitual con un banquete y este banquete es la salvación
que nos trae el Hijo de Dios hecho hombre. Los siervos enviados a invitar a las gentes, son los
profetas y los apóstoles, los invitados que se niegan a venir al banquete son el pueblo judío y
todos los que se niegan a responder al llamado del Señor. El evangelista continúa la temática
del domingo anterior, en la parábola de los viñadores, en donde se les exigía el fruto de la vid.
Aquí nada se exige sino que todo se da, es el amor y la bondad de Dios que se ofrece. Aquí
vemos cómo los invitados rechazan el amor de Dios. Es lo que vemos habitualmente, el
hombre convencido de que no necesita para nada el amor de Dios y que incluso lo niega
porque no lo ve. Son reales las ganancias y las pérdidas en este mundo y el hombre tiene que
luchar por las ganancias terrenas y atado a esta vida termina a veces rechazando la vida de
Dios. No obstante Dios, el rey, insiste y manda a llamar a todos nuevamente y se llena la sala
de fiestas que es la Iglesia, abierta a todos los hombres de la tierra y allí están buenos y malos,
puros y pecadores (Ib.10).
Pero, debemos fijar la atención en lo que nos enseña la parábola: el estar invitado y haber
entrado a la boda, no significa que ya tengamos la salvación definitiva. En este relato hay uno
que no lleva el traje adecuado y es arrojado a las tinieblas. El Señor nos hace ver siempre que
el grano de trigo crece con la cizaña, que hay buenos y malos también en el seno de la Iglesia.
No basta participar de la vida de la Iglesia, sino que además hay que tener y vivir interiormente
las disposiciones debidas y necesarias para la salvación. Y esas disposiciones internas son:
vivir en fe, caridad y gracia. No podemos profesar que creemos en Jesucristo y hacer obras en
las que Él esté ausente. No podemos cerrarnos en nosotros mismos o quedarnos en nuestros
criterios mundanos excluyendo la caridad, impidiendo que llegue a otros el amor de Dios que
edifica y transforma todo y a todos.
Es muy común decir que profesamos y servimos a Cristo, pero en el fondo del corazón nos
servimos a nosotros mismos y si no hay conversión, la pertenencia a la Iglesia no servirá para
la salvación sino para la condena. Es aquí donde entendemos la frase con la que cierra el
evangelista la parábola del Señor: “porque muchos son los llamados pero pocos son los
elegidos” (Ib.14). Para ser elegidos es necesario profesar los mandamientos del Señor, que se
reducen a uno: “amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma y al prójimo. Y de este
modo, profesando nuestra fe en Jesucristo y haciendo que nuestras obras hablen de Él, no
solamente nos habremos ganado un lugar en la fiesta, sino que habremos sido vestidos -por la
gracia y nuestra constancia- con un traje adecuado que nos habilite para participar en las
bodas eternas.
Pidamos a María Santísima que interceda por nosotros ante el Señor para que ganemos un
lugar en el Cielo. Amén
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo Puerto Iguazú