UN ÚNICO MANDAMIENTO
(DOMINGO XXX. T.O.)
23 octubre 2005
"En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se
acercaron a Jesús, y uno de ellos le preguntó para ponerlo aprueba: Maestro, ¿cuál
es el mandamiento principal de la ley? Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo
tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y
primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Estos dos mandamientos encierran la Ley entera y los profetas." (Mt 22,34-40)
La identificación entre Dios y el hombre es un descubrimiento propio del
cristianismo. Se supera así la distancia que muchos han querido establecer entre
ambos. Como si Dios estuviera alejado y desentendido de los hombres, y el hombre
no pudiera acceder a Dios de ninguna de las manaras. Es verdad que son realidades
distintas y diferentes entre sí. Es verdad que Dios aventaja en perfección y
densidad de ser al hombre, que es su criatura, y, por tanto, alguien necesariamente
relacionado con su Creador. Es verdad.
Pero es verdad también que, desde que Dios ha querido hacerse hombre, el hombre
es lugar privilegiado de encuentro con Dios. Incluso diríamos que, ya desde el
momento de la creación, para nosotros, los creyentes, Dios dejó en el hombre su
propia imagen. El ser humano se convierte así en alguien no fácilmente separable
de Dios.
Desde aquí entendemos la identificación que San Juan hace continuamente entre
Dios, al que no vemos, y el hombre, al que vemos. Y su afirmación de que no
podemos sostener que amamos al primero si odiamos al segundo. Es lo mismo que
hoy nos dice Jesús en el Evangelio: Amar a Dios y amar al prójimo son el resumen
de la ley entera y de los profetas.
¡Con qué facilidad olvidamos esto! ¡Con qué tranquilidad separamos ambas
realidades! Casi siempre, creyendo cumplir el primero de los términos de esta
realidad, porque somos muy piadosos y cumplimos con nuestras prácticas de
devoción. Porque el prójimo, a menudo y a la misma vez que somos muy
"practicantes", queda bastante relegado en nuestra vida.
¿Qué diríamos nosotros del que afirme que cree mucho en Dios pero que no acepta
a Jesucristo? Como mínimo, que no ha descubierto de modo completo la revelación
salvadora de Dios. Y, por consiguiente, que no ha descubierto la realidad del mismo
Dios, que sólo en Jesucristo se nos revela de manera inesperada, insospechada e
imposible para nosotros.
Pues lo mismo hay que decir del que rechaza al prójimo, aunque se las dé de muy
creyente y de muy religioso. Es imposible. Porque rechazar el prójimo es lo mismo
que rechazar a Dios.
Miguel Esparza Fernández