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8 DE SEPTIEMBRE
FIESTA DE LA NATIVIDAD DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
La liturgia nos recuerda hoy la Natividad de la santísima Virgen María. Esta
fiesta, muy arraigada en la piedad popular, nos lleva a admirar en María niña la
aurora purísima de la Redención. Contemplamos a una niña como todas las demás
y, al mismo tiempo, única, la “bendita entre las mujeres” (Lc 1, 42). María es la
inmaculada „Hija de Sión‟, destinada a convertirse en la Madre del Mesías.
Nuestra liturgia nos invita a celebrar con alegría el nacimiento de María, pues
de ella nació el sol de justicia, Cristo Nuestro Señor. Todo lo que sabemos del
nacimiento de María es legendario y se encuentra en el evangelio apócrifo de
Santiago, según el cual Ana, su madre, se casó con un propietario rural llamado
Joaquín, galileo de Nazaret. Así, Joaquín y Ana vieron premiada su constante
oración con el nacimiento de una hija singular, María, concebida sin pecado original,
y predestinada a ser la madre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado.
El evangelio nos dice muy poco de María. Pero, si bien lo miramos,
implícitamente nos dice mucho, todo. Porque Jesús predicó el Evangelio que, desde
que abrió los ojos, vio cumplido por su Madre. Los hijos se parecen a sus padres.
Jesús sólo a su Madre. Era su puro retrato, no sólo en lo físico, en lo biológico, sino
también en lo psíquico y en lo espiritual.
San Andrés de Creta, refiriéndose al día del nacimiento de la Virgen,
exclama: “Hoy, en efecto, ha sido construido el santuario del Creador de todas las
cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para
hospedar en sí al supremo Hacedor” (Sermón 1: PG 97,810).
El nacimiento de la Virgen aparece íntimamente ligado a la salvación del
hombre y de la creatura entera. María es verdaderamente la aurora de un mundo
nuevo, mejor: del mundo nuevo tal como había sido pensado por Dios desde la
eternidad. “Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo
misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre” (Mc 57; GS
22).
Sin María no se podría dar el nacimiento de Jesús. Ella es la puerta, por la
que él entró en el mundo, y esto no sólo de un modo externo: ella lo concibió según
el corazón, antes de haberle concebido en el vientre, como dice muy acertadamente
san Agustín. El alma de María fue el espacio a partir del cual pudo realizarse el
acceso de Dios a la humanidad. La creyente que llevó en sí la luz del corazón,
trastocó, en oposición a los grandes y poderosos de la tierra, el mundo desde sus
cimientos: el cambio verdadero y salvador del mundo sólo puede verificarse por las
fuerzas del alma.
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Felicidades, Madre, porque todos felicitarán "a la amada, la paloma única, la
perfecta". Felicidades, Madre, porque eres la cima, la altura donde reside la
divinidad. Felicidades, Madre, porque eres la "Tierra de delicias" como te llama
Malaquiás. Felicidades, Madre, porque eres la Madre de Dios y mía también.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)