La virtud de los cobardes
Una inmensa cobardía nos está secuestrando la verdad. Su ropaje es la
falsedad. Su máscara la hipocresía. Su lenguaje es el engaño. Y todo lo cubren
con un rostro de mojigatos que seduce a los más incautos. Viven de la apariencia,
de la nostalgia del pasado. Su verdad no es la verdad: Su verdad es el egoísmo
recalcitrante que los lleva a defender verdades a medias. Y poco a poco nos van
envolviendo a todos en sus falacias.
En la parábola del “Hijo pródigo” hay un personaje oscuro, que aparece
entre bambalinas y es el hijo mayor. Supuestamente es el ‘bueno’ de la
película. Ha cumplido la ley, ha sido fiel a su padre, ha cuidado sus bienes.
Pero este sujeto es un maniquí sin corazón. Obra por instinto, obedece por
miedo, su conciencia actúa de acuerdo a escrúpulos. Tampoco es libre y menos,
responsable.
Es capaz de negar a su hermano Menor, excluirlo, rechazarlo. Por lo mismo,
negaría también a su Padre. Es decir, ni el hijo ni el Padre son ya parte de su
sangre. Menos de sus afectos. Es incapaz de celebrar el re-encuentro, no sabe
de la alegría, de la fiesta. Otra música lo lleva a otro hábitat, aquella que
lo separa de los demás, que le impide saborear el gozo del hermano redivivo y
la bondad del Padre misericordioso.
También la virtud ha sido expuesta al juego de la competencia. Y un
maniqueísmo a la carta divide a las gentes entre buenos y perdidos. Los buenos
tendrían a Dios de su parte: Es su acreedor, supuestamente, los méritos de sus
virtudes deben ser compensadas por su dios. En cambio, los ‘perdidos’
encontramos en Dios Su misericordia, unas manos tendidas, un corazón abierto
con manteles blancos para la fiesta de la vida, del encuentro de una
fraternidad sin matices, a no ser la solidaridad.
Cochabamba 31.0319
jesús e. osorno g. mxy
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