IV Domingo de Cuaresma, Ciclo C
Por la
conversión y la misericordia a la plenitud de la alegría
La plenitud de la alegría
La plenitud de alegría es
lo que nos propone la Iglesia en el domingo “Laetare”,
el domingo de la alegría, el cuarto de la cuaresma, para que podamos
experimentar con el perdón de Dios el don anticipado de la Pascua que pronto
celebraremos: que en Cristo Resucitado somos criaturas nuevas (2 Cor 5,17ss). Para ello contamos con la que podemos
calificar como una de las páginas más hermosas del Evangelio, la parábola del
Hijo pródigo (Lc 15,11-32).
La parábola de la gran
alegría del perdón
Esta parábola es de esas
historias añejas y siempre nuevas que deberíamos sabernos de memoria desde
pequeños, de modo que siempre lleváramos en nuestro bagaje cultural una palabra
excepcional de alegría y de esperanza. Por si alguien no la recuerda bien,
merece la pena resumirla: Un hombre tenía dos hijos. El menor reclamó su parte
de la herencia y se marchó lejos, malgastó sus bienes y cayó en desgracia hasta
que, recapacitando, decidió volver a casa de su padre. “Estando él todavía
lejos, lo vio su padre y se conmocionó y, corriendo, lo abrazó por el cuello, y
lo besó”. El padre hizo entonces la mejor de las fiestas para celebrar el
retorno de aquel hijo. El hijo mayor, que vivía con el padre, se disgustó con
el padre por haber festejado más la vuelta del pequeño que su presencia
permanente en la casa del padre. Pero el padre le explicó: “Hijo, tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Había que hacer fiesta y
alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y revivió, y estaba perdido y
se le encontró”.
El hijo pródigo
La parábola se conoce
generalmente como la parábola del hijo pródigo, pero hay quienes la denominan
de otro modo: la de los dos hijos, o la del padre bueno. Otros optan por no
ponerle ningún título y dicen solamente “Un hombre tenía dos hijos”. Lo cierto
es que es tanta su hondura humana y espiritual así como su riqueza de detalles
que el corazón humano se ensancha y encuentra su paz al escucharla.
Los dos tipos de hijos
Los hijos de un mismo
padre muestran los entresijos recónditos de los comportamientos humanos
abocados a la ruptura de la fraternidad originaria de la familia humana cuando
ésta se desvincula de su relación fundamental con el padre basada en el amor y
en el encuentro generador de vida. El menor es el prototipo de los publicanos y
pecadores, de los alejados de Dios y de los extraviados, de los marginados y
excluidos, de la humanidad errante en su anhelo emancipatorio.
El mayor encarna el talante de los fariseos y de los letrados en el evangelio,
de aquellas personas que, a pesar de pasarse la vida frecuentando y hasta
dirigiendo la casa de Dios, no han experimentado la alegría de su encuentro.
Andan merodeando la casa del padre, pero engreídos y satisfechos de sí mismos y
de cumplir con lo mandado, están realmente más lejos de él que los primeros.
Ninguno de los dos hijos experimentaba la alegría de estar y vivir con el padre.
La conciencia de ser hijo
La mayor diferencia entre
el hijo menor y el mayor no está en la cercanía física respecto al padre, sino
en la conciencia de lo que significa ser y vivir como hijo y como hermano. Es
esa conciencia la que posibilita el retorno a la vida, al encuentro y al hogar
del hijo menor, mientras que su carencia en el mayor le impide disfrutar de la
gratuidad del amor y de la convivencia aunque la tenga muy cerca.
El Padre de la misericordia
Sin embargo, el padre es
el protagonista central. El padre es la imagen viva del Dios amor que Jesús de
Nazaret nos ha revelado. El Padre es el protagonista principal en la parábola,
porque su misericordia le impulsa a poner en marcha su inmenso amor mostrando
su verdad más profunda en obras sucesivas de acogida, de perdón y de
rehabilitación del hijo desahuciado, que culmina con la gran fiesta de la
misericordia entrañable en la plenitud de la alegría.
Los grandes verbos del
perdón
Es padre de los dos y con
los dos se comporta en todo momento como tal. Respetando la libertad del
primero, lamenta su extravío y anhela su vuelta, esperándolo cada día. El amor
paciente y dolorido del padre se torna apasionado y feliz al ver de nuevo el
retorno voluntario del su hijo. El amor del padre que perdona se expresa en la
serie de verbos que muestran su grandeza. Una conmoción entrañable le impulsa a
correr hacia hijo perdido, a abrazarse a su cuello y a besarlo. Es el amor en
acción, convertido en gestos apasionados por el reencuentro del hijo perdido.
Ese amor está contenido en el primer verbo que expresa la reacción del Padre.
Es el verbo “conmocionarse”, en el cual nos fijamos en primer lugar.
Misericordear, según el papa Francisco
“Conmocionarse” (splanjnizomai)
es como un superlativo de emocionarse. Éste, etimológicamente, significa
moverse desde dentro, y es un movimiento interior, pero pasajero, pues una
emoción suele durar poco tiempo. Una conmoción, sin embargo, es un movimiento que
cambia la trayectoria de la vida. Es un movimiento que complica, es decir que co-implica a toda la persona en ese movimiento, tan
interior que es profundamente espiritual, pero que se verifica en un despliegue
de acciones de ayuda que expresan el amor no exigible a nadie y, por tanto,
gratuito. Pero el verbo splanjnizomai ha
sido interpretado muy novedosamente por el Papa Francisco al traducirlo como misericordear.
Así el verbo “misericordear” ha sido admirablemente
rescatado de la semántica y del rico vocabulario del Nuevo Testamento por el
Papa Francisco para mostrar activamente la misericordia de Dios.
Misericordear es amar ayudando al que está en la miseria
“Misericordear”
por tanto, consiste en volcar el corazón hacia el otro en situación de miseria
y prestarle ayuda adecuada, oportuna y concreta. Es el amor que lleva consigo
la valoración y el reconocimiento del otro, independientemente de su
procedencia y de su identidad social, étnica, cultural o religiosa. La
misericordia es, sobre todo, derroche de gratuidad amorosa desbordante, una
acción liberadora y, en cierto modo, inesperada que va más allá de lo
previsible. La misericordia se hace especialmente presente en la
debilidad y en el sufrimiento humano como salvación, liberación y perdón.
La gran alegría del beso
En la parábola del hijo
pródigo hay otro verbo que destaca. Es el verbo griego correspondiente al beso (katafileo), el
cual destaca el
carácter extraordinario del mismo. Merece la pena recrearse en la contemplación
de este besazo. Es un beso efusivo e insistente, que expresa una gran ternura y
celebra en silencio la gran alegría de un padre conmocionado. El padre no
paraba de besar a su hijo encontrado, se lo comía a besos. El besazo del padre
abrazado a su hijo es el culmen del encuentro del hijo perdido y arrepentido
con el padre misericordioso y conmocionado. Este amor indebido y gratuito es el
que sale al encuentro de la libertad del hijo y lleva consigo la rehabilitación
del hijo menor, convertido ya en criatura nueva. Y ése es el motivo de la gran
alegría, de la plenitud de la alegría, que desencadena la gran fiesta en la
casa del padre por el hijo perdido y encontrado, muerto y resucitado.
Pedir perdón y perdonar
Pero este encuentro no es
posible sin un movimiento libre del hijo que reconoce la verdad de su culpa y
decide su conversión y cambio de vida. Para tener la gran alegría de la
rehabilitación se requiere la osadía de pedir perdón, un perdón que de parte de
Dios está garantizado de antemano por medio de Jesús. Para hacer fiesta y poder
experimentar la más profunda alegría que nos permite vivir como criaturas
nuevas se requiere pues, pedir perdón, sentir de cerca al Padre y la fuerza
entrañable de su amor y restablecer la fraternidad entre los seres humanos.
Asimismo el padre muestra su cariño hacia el hijo mayor queriendo liberarlo de
su obcecación para percibir la gratuidad del amor que él le está brindando
continuamente, e invitándolo a participar de la fiesta del encuentro con el
hermano perdido, de su habilitación y de su nueva vida.
La Alegría anticipada de
la Pascua
Este domingo anticipa ya
así la alegría de la Pascua de Resurrección, pues en Jesús, muerto en la Cruz y
Resucitado, se hace presente el Padre misericordioso perdonando y reconciliando
consigo a la humanidad perdida y sumida en el pecado. Jesús es como el Padre y
muestra la misericordia pues haciéndose prójimo de todos los hijos pródigos del
mundo, perdona nuestros pecados, nos reconcilia con Dios y nos concede la
salvación, convirtiéndonos en criaturas nuevas (cf. 2Cor 5,17-21).
La plenitud de la alegría
en las bienaventuranzas
La plenitud de la alegría
por el Dios que misericordea por sus hijos pródigos
se manifiesta en las bienaventuranzas evangélicas, pues la dicha o felicidad
paradójica de los bienaventurados tiene su origen en Dios y sólo en Dios. Por
eso para el papa Francisco la palabra “bienaventurado” pasa a ser sinónimo de
“santo” ya que la palabra dichoso o bienaventurado “expresa que la
persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la
verdadera dicha” (cf. EG 64).
Las bienaventuranzas
pregonan la santidad
La gran dicha del hijo
pródigo en la fiesta que supone el abrazo misericordioso del Padre es la que
está presente en todas y cada una de las bienaventuranzas de Mateo (Mt 5,3-12),
la gran propuesta de la santidad realizada por Jesús al empezar su predicación.
El encuentro con Dios en el presente y en el futuro de todos los hijos
pródigos, mencionados como sujetos de las ocho bienaventuranzas comentadas por
el papa Francisco celebra la santidad de las mismas, en virtud de la acción
santificadora de Dios en las situaciones y actitudes descritas en cada
bienaventuranza. En esta cuaresma, como hijos pródigos que vamos al encuentro
del Padre, llevados de la mano por Cristo Jesús, que expía nuestros pecados y
nos reconcilia con Dios, podemos experimentar la dicha, la plenitud de la
alegría, por el Dios que nos santifica.
La plenitud de la alegría
en los pobres
La plenitud de la alegría
por el reinado de Dios es la santidad a la que hemos sido llamados, los pobres
«de espíritu» y los «pobres» a secas (cf. Lc 6,20)
(cf. EG 70). La primera bienaventuranza “nos invita también a una existencia
austera y despojada. De ese modo, nos convoca a compartir la vida de los más
necesitados, la vida que llevaron los Apóstoles, y en definitiva a
configurarnos con Jesús, que «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9). Ser pobre
en el corazón, esto es santidad” (cf. EG 70). Y de esta bienaventurada de
los pobres, los hijos pródigos, pobres por situación o por solidaridad
misericordiosa con los más pobres, emana la plenitud
de la alegría de las restantes bienaventuranzas.
Cada bienaventuranza es un
canto a la santidad
Por ello, tal como el papa
Francisco comenta, reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad.
Saber llorar con los demás, esto es santidad. «Buscad la justicia, socorred al
oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda» (Is 1,17). Buscar la justicia con hambre y sed, esto es
santidad. Dar y perdonar es intentar reproducir en nuestras vidas un pequeño
reflejo de la perfección de Dios, que da y perdona sobreabundantemente. Mirar y
actuar con misericordia, esto es santidad. Mantener el corazón limpio de todo
lo que mancha el amor, esto es santidad. Sembrar paz a nuestro alrededor, esto
es santidad. Y aceptar cada día el camino del Evangelio aunque nos traiga
problemas, esto es santidad (cf. GE 74-94). En esta cuaresma somos llamados a la
gran dicha de la santidad. ¡Feliz domingo de la alegría!
José Cervantes Gabarrón,
sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura