Domingo 12 C del tiempo ordinario
En defensa de la vida y de la
dignidad humana
Un punto culminante del
evangelio de Lucas que vamos leyendo a lo largo de este año es el pasaje de
este domingo (Lc 9,18-26). En él Jesús plantea
abiertamente la cuestión de su identidad, muestra a los discípulos su destino y
los invita a un seguimiento radical. Esta escena permite dividir la obra de
Lucas en dos partes muy bien diferenciadas, las mismas que se apreciarán en los
evangelios de Mateo y de Marcos, si bien en Lucas la segunda es
considerablemente más amplia en virtud de su largo camino a Jerusalén.
La primera parte de los
evangelios presenta a Jesús como mensajero del Reino de Dios y su actividad es
la que hace cercana, próxima e inminente la llegada de ese Reino. Durante el
tiempo de su actividad pública Jesús ha realizado una serie de prodigios
propios de los tiempos mesiánicos. A través de estos signos, quienes los
presenciaron y quienes los conocemos mediante el relato evangélico, podemos
preguntarnos qué clase de hombre es éste y de dónde le viene su fuerza y su
poder. En el marco de la oración de Jesús, como es habitual en Lucas,
para mostrar la intimidad maravillosa del amor en Dios, ante la pregunta
abierta de Jesús acerca de su identidad, la gente opina que Jesús es Juan
Bautista, Elías o algún profeta que ha resucitado, puesto que habían visto cómo
dio vida al hijo de la viuda de Naím. Pero Jesús
interpela a todos: “¿Quién dicen ustedes que soy yo?”.
Pedro fue capaz de confesar que
Él era el Mesías de Dios.
A diferencia de los otros evangelios, Lucas afirma el carácter divino de este
Mesías. No es el Mesías de la gente, ni el de la tradición religiosa, ni el
esperado, ni el imaginado, sino el de Dios. Sin embargo, no eran conscientes
aún de las implicaciones y consecuencias que ese reconocimiento llevaría
consigo y Jesús empieza a instruirlos inmediatamente acerca de sus concepciones
mesiánicas y religiosas. Por eso Jesús increpa a los discípulos y les manda que
no digan todavía nada a nadie, pues si bien es verdad que Jesús es Mesías, lo
es de una forma sorprendente para todos, y eso es lo que Jesús, profeta que ve
en profundidad la realidad de la vida y también la suya propia, revela qué tipo
de Mesías es el de Dios.
El primer anuncio de su muerte
en la cruz como destino ineludible de su actuación mesiánica es la paradoja de
esta revelación. Lucas introduce un elemento propio y reiterado en todo su
evangelio, que da una profunda comprensión profética a su destino, pues anuncia
su Pasión y su Rechazo como algo que tiene que ocurrir y, por tanto, algo que
forma parte del plan previsto por Dios. Jesús es consciente de que todos los
poderes de este mundo lo rechazarán, pues su palabra profética desenmascara
toda mentira humana y no lo aceptarán. La cruz no es un capricho de Dios ni de
nadie, sino una consecuencia inherente, y sólo por eso necesaria, a la
fidelidad de Jesús. Los discípulos han reconocido al Mesías pero no han percibido
las consecuencias y las exigencias de un mesianismo que acabará en la cruz por
anteponer el Reino de Dios y su justicia al templo y al sistema del culto y por
colocar al ser humano necesitado en el centro de atención de la vida religiosa.
Este Mesías de Dios, que es
Jesús, va a ser rechazado por las instancias de poder del mundo, por los
ancianos, sumos sacerdotes y letrados, que representan al poder social,
religioso, cultual e intelectual. Al Mesías misericordioso y cercanísimo a los
que sufren, a los pobres, a los extranjeros y a los marginados lo van a
rechazar los que ostentan los poderes de este mundo. Para ello no tendrán
escrúpulos en mentir, engañar, embaucar, corromper, comprar conciencias,
tergiversar palabras, difundir bulos infundados, y finalmente condenar al
inocente y al justo, aunque sea el Mesías de Dios. Y lo mismo que le ocurrió a
Jesús le ocurre y le puede ocurrir a sus verdaderos seguidores también hoy,
tanto a los obispos y sacerdotes con espíritu profético como a los laicos y
religiosos que dan la cara públicamente por el Evangelio y por sus valores con
testimonio firme.
En Bolivia, un país de gran
diversidad cultural y étnica y de una pluralidad de comunidades indígenas, se
han promulgado o elaborado leyes cuyos fundamentos son importaciones del mundo
de la aparente “progresía” del mundo capitalista, moralmente decadente.
Recordemos a la niña que hace unos quince días nació viva con veintiséis
semanas de gestación a pesar de querer interrumpirla… Por muy indígena que aparente
ser un Estado, no sabemos cómo se pueden sostener ante los valores de las
culturas indígenas leyes que favorecen el aborto. Sin embargo los creyentes
cristianos, cuando por amor a todo ser humano defendemos la vida de toda
persona, desde su concepción hasta su muerte natural, en contra del aborto y de
la cadena perpetua, apostamos, como Jesús, por la vida y la redención de toda
persona, pues no hay ningún hijo pródigo al que demos jamás por perdido para
siempre.
Cuando, por amor a todo ser
humano, defendemos la dignidad inalienable de cada persona en la identidad que
le ha sido dada por Dios con su vida biológica, y cuya seña genética, en cuanto
varón o como mujer, creados a imagen y semejanza de Dios, está hasta en los
cromosomas que la definen en cada célula del cuerpo humano, apostamos por el
respeto y la atención debida a toda persona en su condición individual y en su
situación particular, por paradójicas y sorprendentes que éstas sean y no
manifestamos ningún tipo de rechazo a situaciones personales excepcionales, las
cuales, por el contrario, siempre y por amor deben ser verdaderamente atendidas
con mayor cuidado y con todo respeto.
La invitación final del
evangelio a “tomar la cruz y a seguir a Jesús” no es que abarque son dos cosas
distintas sino una sola, porque la una implica la otra. El verbo “seguir” es
típico de los evangelios y significa mantener una relación de cercanía a
alguien, gracias a una actividad de movimiento, subordinado al de esa persona.
Tomar la cruz es la consecuencia vinculada directamente al seguimiento radical:
“Si uno quiere seguir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, y tome su cruz
cada día y me siga” y ha sido ejemplificada particularmente en la escena del
Cirineo que tomó la cruz de Jesús y lo siguió.
Tomar la Cruz implica un cambio
de vida continuo de renuncia a uno mismo para entregarse a la persona de Jesús
y seguir sus huellas en una trayectoria de vida, marcada por los pasos que él
nos ha trazado para anunciarnos el Reino de Dios, hasta dar la vida por su causa.
Mas la referencia personal a Jesús acompaña a los dos
verbos. No se trata de ir a la deriva por el mundo sino con Él y detrás de Él,
siguiendo sus pasos, sus enseñanzas, su evangelio y con Su cruz. No nos
inventemos más cruces ni sacrificios, pues bastantes cruces hay ya en nuestro
mundo. Sólo debemos abrir los ojos para percibirlas y allí actuar como
Cirineos. Tanto la cruz como el seguimiento radical no se pueden entender bien
si no van acompañados de un profundo amor a Jesús.
Lo que en los Evangelios se
presenta como seguimiento a Jesús, el Mesías de Dios, yendo detrás de él y
adonde él nos encamine, en Pablo se expresa de manera formidable subrayando la
identidad personal desde la vinculación estrecha al Mesías. Cinco veces aparece
la palabra “Mesías” en los cuatro versículos de hoy (Gál
3,26-29). Por la fe en el
Mesías, es decir, por la adhesión firme y convencida al Mesías de Dios,
somos hijos de Dios, somos del Mesías, por el
bautismo hemos sido incorporados al Mesías, nos hemos revestido con el Mesías y somos uno en el Mesías. El juego de las
preposiciones nos permite contemplar la enorme riqueza de la relación con el
Señor Jesús, que nos da una identidad totalmente nueva. Por amor a Jesús, a
quien seguimos con su cruz, y porque somos del Mesías, los creyentes hemos de
mirar a los que entre nosotros llevan la cruz: los enfermos y ancianos, los
inmigrantes y marginados, los pobres e indigentes, los condenados a una muerte
lenta por carencia de medios de vida en un planeta que podría alimentar a otra
humanidad más que hubiera, los niños abandonados, explotados y maltratados, los
eliminados antes de nacer, las mujeres maltratadas o golpeadas, los
despreciados o mal vistos en nuestras sociedades, los encarcelados y todos los
descartados. Todos ellos forman parte de la vida de cada día y el compromiso
con ellos, y con la cruz, debe ser continuo y permanente. Como el Cirineo,
tomemos estas cruces como nuestras por amor a Jesús, para que nuestra fe se
avive y nuestro seguimiento como discípulos sea más fiel.
José Cervantes Gabarrón,
sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura.