XIX
Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
La
dicha de la fe por causa del Reino
Dichosos los creyentes en el Reino
En tres palabras podríamos resumir el mensaje bíblico de
este domingo: Dichosos, Reino, Fe. La dicha es el
estado de alegría permanente del creyente que confía en Dios. El Reino de Dios
es el núcleo fundamental del mensaje de Jesús, es el tema capital de su
predicación y de su actividad amorosa en favor de los hombres hasta su muerte
en la cruz que culmina en la resurrección. El Reino es la relación nueva e
irreversible de amor que, por medio de Cristo, Dios establece con los hombres.
Esa relación se vive de manera espléndida a través de la fe, que permite a los
creyentes acoger el Reinado de Dios en la persona de Jesús. La palabra hebrea
“Amén” resume esas tres realidades en un término intraducible. El “Amén”
expresa la fe personal, activa y firme de quien, con convicción, libertad y alegría
(la parresía bíblica,
a la que tantas veces nos llama el Papa Francisco) responde ante el Dios
sorprendente, que interviene en la historia mostrando siempre su eterna
misericordia.
El Reino es un don gratuito de Dios
En ningún lugar evangélico se nos da una definición del
Reino, de manera que no podemos decir en qué consiste el Reino. Sin embargo del
conjunto de la predicación de Jesús podemos deducir que se trata de una
realidad viva y dinámica, en continuo crecimiento, a veces imperceptible, pero
no por eso menos real. El Reino es la realidad teológica más destacada por
Jesús en el Evangelio y se puede decir que se refiere a Dios mismo visto desde
la dimensión de su amor que se manifiesta y se enseñorea de la vida de los
seres humanos hasta conducirlos a una nueva vida. Ese Reino es de Dios y por
eso no depende de los hombres. El Reino, por ser de Dios, viene dado por Dios a
los hombres. Nosotros los hombres ni lo construimos ni podemos construirlo. Por
eso es sobre todo un don gratuito de Dios. Esto no significa que ni mucho menos
que permanezcamos pasivos ante el Reino.
“El Padre ha decidido darles el Reino”
Nosotros podemos invocar su venida, como hacemos en el
Padrenuestro y podemos buscarlo con ahínco, pero sobre todo debemos
acogerlo porque el Padre ha tenido a bien dárnoslo. El evangelio de este
domingo lo expresa con palabras de ternura y en la fórmula de un oráculo
profético de salvación: “No temas, mi pequeño rebaño, porque el Padre de
ustedes ha decidido darles el Reino” (Lc 12,32-48).
Por los evangelios sabemos que el Reino es la misma persona de Jesús, y
acogerlo a él con todas sus consecuencias es el camino de la salvación. Pero el
hecho de que sea un don no significa que no tengamos que hacer nada los seres
humanos para acoger dicho Reino.
Acoger el Reino acogiendo a Jesús
La espera del creyente, como la de María, es activa y
anticipa el don del Reino: El Reino se acerca en la persona de Jesús. Acogerlo
a él y seguirlo por el camino hacia la cruz es dejar que Dios reine en nuestros
corazones y que su amor nos transforme. En esto consiste la fe, que también es
don y respuesta. Por eso el Reino se acerca desde la solidaridad con los que
sufren y viven en los peligros y en cualquier tipo de sufrimiento. El Reino se
acerca mediante la fe que pasa por la prueba del sacrificio y de la entrega,
por la prueba del dolor. Porque los cristianos esperamos el don del Reino tiene
pleno sentido la acción solidaria con los pobres, el desprendimiento de los
bienes y la vigilancia atenta a la fidelidad. A estos puntos dedica el
evangelio de hoy su atención.
A la espera del Reino atendiendo a los pobres
La limosna no consiste en dar de lo que nos sobra, sino
en dar de lo necesario para vivir y por eso la limosna es una expresión
sumamente significativa de la misericordia hacia los pobres y necesitados de
toda la tierra, que requiere la libertad interior del desprendimiento personal
respecto a los bienes y recursos materiales con el fin de que todos ellos sean
bien repartidos y compartidos entre todos los marginados y excluidos. La
llamada a la vigilancia nace de esta exigencia radical del seguimiento. Es
preciso estar atento para no caer en ninguno de los comportamientos impropios
de los que viven la gratuidad de la fe y de las promesas, tales como los abusos
de poder, el despilfarro económico y la acumulación de bienes, en cualquiera de
sus manifestaciones.
El “Amén” como expresión de la fe bíblica
Vinculado al don del Reino aparece otro gran aspecto de
la palabra de Dios de este domingo, el tema de la fe. Con la palabra “Amén” se
podría sintetizar la respuesta humana de la fe ante la propuesta del don del
Reino de Dios. De su raíz hebrea ´mn derivan dos componentes esenciales y
complementarios que definen la fe: por una parte, la fe significa fiarse,
confiar, creer en el otro y en su verdad, y al mismo tiempo, la fe comporta
estar firme y permanecer en la verdad, resistir y aguantar, perseverando con
fidelidad en las propias convicciones. Esa fe es la que se expresa en la
palabra hebrea no traducida: Amén. “La
fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve” (Heb 11,1-2). Entre los personajes bíblicos que mejor
encarnan en su vida y en su experiencia religiosa el sentido profundo de la
palabra amén destacan el patriarca Abrahán y su mujer Sara, los cuales
son motivo de elogio por su fe en la Carta a los Hebreos que hoy leemos (Heb11,8-19), y sobre todo la Virgen María, cuya fiesta de la
Asunción celebramos el día 15 y bajo la advocación de Urkupiña
en las tierras de Bolivia.
Por la fe se vislumbran los bienes prometidos por Dios
Por su fe, Abraham, escuchó y siguió la llamada de Dios
y se marchó, sin saber a dónde iba, hacia la tierra que iba a recibir como
herencia. Por la fe, vivió como extranjero en esa tierra, porque esperaba en la
ciudad de sólidos cimientos, construida por Dios. Por su fe, Sara, aun siendo
estéril y a pesar de su avanzada edad, pudo concebir un hijo, porque creyó que
Dios habría de ser fiel a la promesa; y así, de un solo hombre, ya anciano,
nació una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como
las arenas del mar. Todos ellos murieron firmes en la fe. No alcanzaron los
bienes prometidos, pero los vieron y los saludaron con gozo desde lejos.
La Virgen María, signo de esperanza
Por su fe, la Virgen María creyó en la palabra del
Señor, se abrió al plan de Dios sobre ella y sobre la historia humana y
permaneció siempre fiel a su palabra. Ella experimentó en su humildad la
grandeza del misterio de Dios, al cual consagró toda su vida tras descubrir la
misión decisiva para la que, por pura gracia de Dios, había sido escogida: la
Misión de engendrar y dar a luz a Jesús, el Mesías. En los dogmas de la
Inmaculada y de la Asunción, la Iglesia reconoce y celebra que María es el
mejor canto de gracia para gloria de Dios, pues la llena de gracia participa
como primicia de la humanidad redimida de la plenitud de los frutos de la
salvación que su hijo Jesús ha obtenido para todos los seres humanos con su
muerte y resurrección. Por ello el Concilio Vaticano II considera a María
“signo de esperanza y de consuelo” para toda la Iglesia (Lumen Gentium, 68). En
María es ya realidad lo que para el resto de los humanos es una promesa de
parte de Dios, la participación en la nueva vida del Resucitado (1 Cor 15,20-26).
Llamados a acoger el Reino con nuestro “Amén” al Señor
Nosotros, los creyentes en el mismo Dios que María y
Abrahán, seguimos fiándonos de las promesas de Dios y seguimos en la espera
gozosa del Reino de Dios y su justicia, que Jesús ha prometido “No temas, mi
pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes ha decidido darles el Reino” (Lc 12,32-48). Con María todos quedamos llamados a dar
nuestro “Amén” en la fe como respuesta acogedora al don del Reino de Dios en
nuestra vida, avivando así los mecanismos del corazón y de la mente que
orientan toda nuestra personalidad para seguir a Jesús con la mirada puesta en
Dios, horizonte inmenso de nuestra esperanza, y en los pobres, indicadores
inmediatos de nuestro amor.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor
de Sagrada Escritura