XXIV
Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
La
misericordia y la alegría del Padre
La parábola magistral de la alegría
La parábola lucana de este domingo es una de las páginas más hermosas del
Evangelio (Lc 15,11-32). Es de esas historias añejas
y siempre nuevas que deberíamos sabernos de memoria desde pequeños, de modo que
siempre lleváramos en nuestro bagaje cultural y religioso una palabra
excepcional de alegría y de esperanza. Nada mejor que hacer su lectura, pero
por si algún lector no puede hacerla, permítanme resumirla en pocas líneas: Un
hombre tenía dos hijos. El menor reclamó su parte de la herencia y se marchó
lejos, malgastó sus bienes y cayó en desgracia hasta que, recapacitando,
decidió volver a casa de su padre. “Estando él todavía lejos, lo vio su padre y se conmocionó y,
corriendo, lo abrazó por el cuello, y
lo besó”. El padre hizo entonces la mejor de las fiestas para celebrar el
retorno de aquel hijo. El hijo mayor, que vivía con el padre, se disgustó con
el padre por haber festejado más la vuelta del pequeño que su presencia
permanente en la casa del padre. Pero el padre le explicó: “Hijo, tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Había
que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y
revivió, y estaba perdido y se le encontró”.
El Hijo pródigo
La parábola se conoce generalmente como la parábola del hijo pródigo, pero hay quienes
la denominan de otro modo: la de los dos hijos, o la del padre bueno. Otros
optan por no ponerle ningún título y dicen solamente “Un hombre tenía dos
hijos”. Lo cierto es que es tanta su hondura humana y espiritual así como su
riqueza de detalles que el corazón humano se ensancha y encuentra su paz al
escucharla.
Dos tipos de hijos
Los hijos de un mismo padre muestran los entresijos
recónditos de los comportamientos humanos abocados a la ruptura de la
fraternidad originaria de la familia humana cuando ésta se desvincula de su
relación fundamental con el padre basada en el amor y en el encuentro generador
de vida. El menor es
el prototipo de los publicanos y pecadores,
de los alejados de Dios y de los extraviados, de los marginados y excluidos, de
la humanidad errante en su anhelo emancipatorio. El mayor encarna el
talante de los fariseos y
de los letrados en el evangelio, de aquellas personas que, a pesar de pasarse
la vida frecuentando y hasta dirigiendo la casa de Dios, no han experimentado
la alegría de su encuentro. Andan merodeando la casa del padre, pero engreídos
y satisfechos de sí mismos y de cumplir con lo mandado, están realmente más
lejos de él que los primeros. Ninguno de los dos hijos experimentaba la alegría
de estar y vivir con el padre.
La conciencia de ser hijo
La mayor diferencia entre el hijo menor y el mayor no está en la cercanía física respecto al padre,
sino en la conciencia de lo
que significa ser y vivir como hijo y como hermano. Es esa conciencia la
que posibilita el retorno a la vida, al encuentro y al hogar del hijo menor,
mientras que su carencia en el mayor le impide disfrutar de la gratuidad del
amor y de la convivencia aunque la tenga muy cerca.
El Padre de la misericordia
Sin embargo, el padre es el protagonista central. El padre es la imagen viva del Dios
amor que Jesús de Nazaret nos ha revelado como misericordia
entrañable. Es padre de los dos y con los dos se comporta en todo momento
como tal. Respetando la libertad del primero, lamenta su extravío y anhela su
vuelta, esperándolo cada día. El amor paciente y dolorido del padre se torna
apasionado y feliz al ver de nuevo el retorno voluntario del su hijo. El amor
del padre que perdona se expresa en la serie de verbos que muestran su
grandeza.
Conmocionarse y misericordear
El primero a destacar de nuevo es el verbo de la misericordia
entrañable, el que conmueve profundamente y conmociona al padre del hijo
caído en desgracia. En el centro del relato sobresale ese verbo "conmocionarse", mediante
el cual queremos resaltar la profundidad del contenido etimológico de la
palabra "misericordia"
(= el corazón volcado hacia el otro en situación de miseria para
ayudarle). Una conmoción entrañable le impulsa a aquel padre a correr
hacia el hijo perdido, a abrazarse a su cuello y a besarlo. Es el amor en
acción, convertido en gestos apasionados por el reencuentro del hijo perdido.
Con permiso del papa Francisco, podríamos traducirlo como “misericordear”, es decir, la misericordia
hecha acción, que implica una profunda conmoción, interior y espiritual, que se
verifica en un despliegue de acciones que expresan el amor gratuito. El término
griego original (splanjnizomai)
es un verbo que implica un movimiento profundo, físico, interior, desde las
entrañas (splanjna) como cuando decimos “me da un vuelco el
corazón”. Es un amor que nace de las vísceras y es apasionado. Es un amor que
afecta a toda la persona y la pone en movimiento hacia la persona amada. Es un amor profundamente espiritual,
puesto que pone en marcha al ser humano para que pueda atender con la fuerza
del espíritu la miseria humana presente en el prójimo.
El misericordear de Jesús en
los Evangelios
Ese mismo verbo lo encontramos ya en la parábola del
prójimo samaritano, en la reacción de Jesús ante la multitud hambrienta y ante
la multitud abandonada como ovejas sin pastor. Ese mismo amor es el
protagonista en el corazón de Jesús, que muestra la misericordia entrañable y
liberadora de Dios, curando y restableciendo a la vida y a la sociedad al
leproso marginado y dando la vida al hijo de la viuda de Naín,
curando y devolviendo la vista a los dos ciegos de Jericó. En todos estos
casos, el amor
misericordioso de la conmoción profunda y total de la persona es mucho más que un mero sentimiento,
efímero y pasajero.
El más profundo amor y sus múltiples acciones
La misericordia es un amor
que genera todas las acciones necesarias para atender al otro y
restituirlo a la vida y a la dignidad. Es el amor que lleva consigo la
valoración y el reconocimiento del otro en cuanto tal, independientemente de su
procedencia y de su identidad social, étnica, cultural o religiosa. Es el amor
que acoge al otro y se compromete con él para cambiar su situación penosa y
miserable, movido siempre por la esperanza inquebrantable. La misericordia es un amor
compasivo que mueve a la acción de ayuda.
Misericordear es el amor que cambia la vida
Al traducir aquel verbo griego como “conmocionarse” nos
permite compararlo con “emocionarse”, del cual es como un superlativo. Éste,
etimológicamente significa moverse desde dentro, y es un movimiento interior,
pero pasajero, pues una emoción suele durar poco tiempo.
Una conmoción, sin embargo, es un movimiento que cambia la trayectoria de la
vida. Es un movimiento que
complica, es decir que co-implica a toda la persona
en ese movimiento, tan interior que es profundamente espiritual, pero que se
verifica en un despliegue de acciones de ayuda que expresan el amor no exigible
a nadie y, por tanto, gratuito. Pero
una vez lanzado por el Papa Francisco, podríamos utilizar ya en adelante el
verbo “misericordear”. En
el trasfondo del término griego del Nuevo Testamento hay una palabra de gran
raigambre bíblica en hebreo, hesed,
que se corresponde con lo que expresa el sentido etimológico auténtico del
término castellano “miseri-cordia”.
Gratuidad absoluta
La misericordia es un derroche de gratuidad absoluta, indebida
e inmerecida, es una acción liberadora y, en cierto modo, inesperada que va más
allá de lo previsible. Es un amor desbordante que excede los límites de la
justicia y por ello uno de sus frutos principales es el perdón. La misericordia
se hace especialmente presente en la debilidad y en el sufrimiento humano como salvación, liberación y perdón.
Pero la misericordia no es sólo pura acción ni se agota en ella, sino que es
una disposición activa que anida en el núcleo más íntimo del ser y que
necesariamente se traduce en acción a favor del otro.
Un beso extraordinario
Así pues, esa conmoción
entrañable, propia de la misericordia,
impulsa a aquel padre a correr hacia hijo perdido, a abrazarse a su cuello y a
besarlo. Es el amor en acción, convertido en gestos apasionados por el
reencuentro del hijo perdido, el amor que se convierte en fiesta somática, de
cuerpos que se abrazan, a través de otro verbo capital, que podríamos
interpretar como besar efusivamente. Merece
la pena recrearse en la contemplación de este besazo (o “besango”
como se diría en Bolivia). El verbo griego correspondiente al beso (katafileo) destaca
el carácter extraordinario del mismo. No es el beso cortés del saludo, ni el
apasionado de los enamorados, atrapados por los afectos, ni el de padres e
hijos, impulsado por la sangre común. Es el beso de un padre condolido a un
hijo perdido. Es un beso efusivo e insistente, que expresa una gran ternura y celebra en silencio la gran alegría
del padre misericordioso. El padre no paraba de besar a su hijo encontrado,
se podría decir incluso, con la expresión castiza, que “se lo comía a besos”.
El besazo del padre abrazado a su hijo es el culmen del encuentro del hijo
perdido y arrepentido con el padre misericordioso.
El beso del amor apasionado
Este besazo no expresa el amor entre iguales, sino el amor apasionado del padre, que
trasciende el afecto paternofilial y lo supera, en
virtud de la situación de miseria en que se encontraba aquel hijo perdido y del
amor excelso del padre. Es el amor descrito por Pablo en 1 Cor
13,4-8, es decir, el amor que aguanta y se enfrenta al mal, el amor que se
encariña, el amor que no envidia, el amor que no se irrita, que no computa lo
malo, que no se alegra de la injusticia, sino que se complace en la verdad. El
amor que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Es el
amor que no pasa nunca, el amor eterno y divino.
La gran alegría del beso
Lucas describe aquel beso con un verbo un tanto
singular, pues katafileo, que
sólo aparece seis veces en el NT, significa besar, pero se utiliza para besos muy significativos, tanto
el beso traicionero de Judas (Mt 26,49; Mc 14,45), como el beso de la pecadora
pública a los pies de Jesús (Lc 7,38.45). En todo
caso evoca un gran significado, que unido al movimiento de arriba hacia abajo,
presente en el prefijo kata-, connota la
autoridad, el señorío y la grandeza del padre que se abaja y se rebaja hasta el
hijo en el movimiento del amor misericordioso efusivo plasmado también
en el gesto del abrazo a su cuello. Es el beso de una persona en superioridad
de condiciones respecto al hijo, pero no es paternalista ni humillante, sino
emocionado, conmocionado y rehabilitador del hijo perdido. El beso del padre
desborda al del hijo. Si el de éste debiera ser tímido el del padre fue
extraordinariamente efusivo. Este amor
indebido y gratuito que es la misericordia es el que sale al encuentro
de la libertad del hijo y lleva consigo la rehabilitación del hijo menor,
convertido ya en criatura nueva. Y ése es el motivo de la gran alegría.
La misericordia de Dios con San Pablo
Por ello hay que hacer fiesta grande. San Pablo nos dice
hoy en una hermosa acción de gracias (1
Tim 1,12-17) que también él ha experimentado la misericordia transformadora de Dios en
Jesús, pues “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy
el primero. Y por eso se compadeció de mí”.
Pedir perdón y perdonar
Sin embargo, no es posible hacer fiesta grande sin un
movimiento libre del hijo que reconoce la verdad de su culpa, como también hace
San Pablo. Para tener la
alegría de la rehabilitación se requiere la osadía de pedir perdón, un
perdón que de parte de Dios está garantizado de antemano por medio de Jesús.
Para hacer fiesta y poder experimentar la más profunda alegría que nos permite
vivir como criaturas nuevas se requiere pues, pedir
perdón, sentir de cerca al Padre y la fuerza entrañable de su amor y
restablecer la fraternidad entre los seres humanos. Asimismo el padre muestra
su cariño hacia el hijo mayor queriendo liberarlo de su obcecación para
percibir la gratuidad del amor que él le está brindando continuamente, e
invitándolo a participar de la fiesta del encuentro con el hermano perdido, de
su habilitación y de su nueva vida.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor
de Sagrada Escritura