SEMANA SANTA EN FAMILIA , Ciclo A

SEMANA SANTA EN FAMILIA

Por: Emilio Betancur, Pbro.

En medio de tantas malas noticias, si nos fijamos bien, Dios nos está haciendo un regalo este año: poder celebrar una Semana Santa en familia, al interior del hogar, solo con los nuestros, en nuestro espacio doméstico, lejos del bullicio de las multitudes. A lo mejor, también nos acompañarán imágenes de prensa y retransmisiones televisivas de eucaristías, películas o videos sobre la Pasión de Jesús. A falta de nuestra presencia física en los templos, las herramientas de la tecnología nos servirán de subsidios a la reflexión, de ayuda para la oración y de ocasión para compartir en familia. La Pascua de este 2020 será única por el contexto histórico de la pandemia del coronavirus y por su misma excepcionalidad, puede convertirse en ocasión para buscar la respuesta a algo que tantas veces pasa inadvertido en la vida los creyentes: ¿Qué quiere Dios de nosotros?

Para saberlo, una Semana Santa en casa puede ser el espacio ideal. Tal vez, en nuestra historia de fe, sea esta la primera vez que nos acerquemos a repetir lo elemental de la primera comunidad cristiana después de la resurrección de Jesús: “En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo, y nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas. Por su parte, los responsables de la comunidad, los apóstoles, daban testimonio con mucha fortaleza de la resurrección de Jesús, el Señor” (Hch 4,32-33). Lo anterior no es todo el contenido de la fe, pero sí contiene lo fundamental de ella.

Muchas cosas en el contexto mundial, nacional y local nos hacen presentir la muerte, el dolor, la incertidumbre frente al futuro, el desconsuelo de unos, la despreocupación de otros. La pandemia nos tomó por sorpresa, como una desgracia a escala planetaria que llegó como cuando, “en aquellos tiempos anteriores al diluvio la gente comía y bebía y se casaba (Mt 24, 38). Habíamos creído que podíamos “mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo” nos echó en cara el Papa Francisco. Y, de repente, “nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa”, una tempestad mundial se levantó para martillar sobre los pies de barro del orgullo humano. Como los discípulos en la barca sobre el mar furioso y como en la Hora de Jesús, también nosotros hemos sido presa del miedo.

Por eso tal vez este contexto sea el oportuno para hacernos una segunda pregunta: ¿Qué es el Mal y cómo explicar su agresividad y su efectividad? Como una hidra de mil cabezas, adquiere rostros variopintos: las fallas humanas en general, la pobreza, la exclusión, las violaciones de los derechos humanos, la falta de educación, trabajo o vivienda, el acceso deficiente a los servicios de salud y a la seguridad social, la violencia política y social, la inequidad, la corrupción, la indiferencia de los indiferentes; las catástrofes naturales, los tsunamis, terremotos, huracanes, inundaciones, deslizamientos; los accidentes de tránsito o de cualquier naturaleza que destruyen o ponen en grave riesgo la vida… y, por si fuera poco, en estos días, el coronavirus: demasiadas cosas como para creer que sea posible pensar el mundo sin el mal.

Nacemos llorando y, a lo largo de la vida, la felicidad y la alegría están matizadas por el sufrimiento. Desde el vientre materno, todo lo humano es ambiguo o, dicho de otro modo, nada es humano sin el sello de lo inhumano al reverso. Ninguna dicha es absoluta, ni hay mal que dure cien años. Sin embargo, la pandemia que enfrentamos actualmente muestra el mal en un contexto más amplio, no solo por su cobertura universal sino también porque representa un enigma que nos exige buscar propuestas razonables a lo aparentemente inexplicable y conflictivo. Nos vemos confrontados a una realidad que supera todas nuestras historias nacionales y familiares, interroga nuestro tiempo y llena por completo nuestros espacios afectando incluso la intimidad de nuestras casas, la cotidianidad de nuestros lugares de trabajo y esparcimiento, la vida propia de nuestros sitios religiosos y culturales. Hemos visto las ciudades vacías de carros y personas y al mismo tiempo grandes aglomeraciones en sitios de autoabastecimiento y supermercados. Por sobre todo lo anterior, flota en el ambiente la sensación de que el coronavirus es apenas un signo de mal agüero de lo que vendrá después: multitud de víctimas, vidas humanas perdidas, millones de sobrevivientes empobrecidos. Nadie lo sabe, pero sí se presiente un futuro radicalmente distinto para bien o para mal.    

En un tal contexto se ve de nuevo aparecer a gente que pone a Dios como causa o responsable del mal, mientras otros, tras largas disquisiciones, naufragan en la aporía. La objeción contra la que debió responder la teodicea clásica se reedita: Dios no parece omnipotente (pues su poder es incapaz de evitar el sufrimiento de sus criaturas) o no es bueno (pues siendo capaz de evitar el sufrimiento de sus criaturas no lo hace, al permitir el mal). Nos parecemos así a Bildad, Zofar y Elifaz, los amigos de Job, que buscan encontrar explicaciones fáciles a todas las desgracias y parecen tener respuestas a todos los problemas. ¿Por qué Dios no acaba con el mal para no permitir que sufran o mueran las personas inocentes? Las respuestas prefabricadas consuelan un rato y calman la conciencia, pero al final oscurecen más de lo que aclaran y frente a ellas, incluso el ateísmo puede ser a veces una opción intelectual honesta. El mal y el sufrimiento son enigmas frente a los cuales buscamos no caben las soluciones fáciles frente a lo inexplicable y lo conflictivo. ¿Qué lecciones podemos encontrar en la Biblia frente a esto?

El sentimiento original

Según el libro del Éxodo, el primer sentimiento de Yahvé por la humanidad, en cabeza de Israel, fue la compasión: los israelitas, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor, que brotaba del fondo de su sufrimiento, subió a Dios y Dios “escuchó sus quejas y se acordó del pacto hecho con Abraham, Isaac y Jacob; y viendo a los israelitas se interesó por ellos” (Ex 2,24-25). “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos” (Ex 3,7). La compasión de Dios por su pueblo lo llevó a buscar con Moisés y los profetas, gente que ayudara a su rescate primero en Egipto, y luego en el exilio. Miles de años más tarde, desde la cruz y la resurrección, Dios culminaría en Jesús el rescate del sufrimiento para recrear el verdadero humanismo perdido por la esclavitud. Por la Encarnación, Dios decide partir de lo humano para llevar a término su obra de la redención que alcanza la Creación entera. Buscando que el hombre encuentre su propio destino, pidiendo su colaboración, introduce un punto de quiebre en la realidad del mal: nuestra mayor carencia es la falta de humanidad que se expresa en una crueldad con los demás seres y con nosotros mismos, que desconoce la compasión y nos hace presa de egoísmos y pasiones que nos bestializan y degradan. Desde lo humano de Jesús comprendemos que lo inhumano no es como la realidad deletérea de un virus, sino nuestra indolencia ante el sufrimiento humano, nuestra incapacidad de convivencia social, la indiferencia ante las víctimas de todo, nuestro impenetrable egoísmo, la fortaleza del dinero en manos de la inequidad y, sobre todo, la perdida de la memoria de la compasión por el dolor de tantas injusticias acumuladas. Esta pérdida de nuestro ser más íntimo, nuestra tentación constante, se expresa a nivel religioso en el pecado de haber tenido más cuidado de la religión que de la fe. Construimos así por ese camino, la paradoja de una sociedad mayoritariamente católica y profundamente injusta. Nuestro criterio de humanidad entró en crisis al haberse separado de aquel que debía ser nuestra norma o modelo permanente de vida.

La compasión de Jesús

En Jesús, la ética del sufrimiento no es para reemplazar al que sufre sino para ponerse a su lado y de su lado. Es engañoso cualquier método que impida sufrir, y al mismo tiempo nos ahorre la compasión que debe acompañar el sufrimiento. Como en la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,30-38), nadie es compasivo de antemano sino cuando ocurre el hecho: solo a medida que se va desarrollando la historia, los oyentes de Jesús supieron identificar quién se portó como prójimo. Jesús pregunta, en efecto, cuál de los tres — el sacerdote, el levita o el samaritano — fue prójimo para el hombre herido. La respuesta parece salir fácil de los labios del doctor de la ley: “el que se compadeció de él”. Pero la simple conclusión intelectual no es suficiente. A la aquiescencia de la mente, Jesús responde con una orden: “anda y haz tú lo mismo”. Desde la ética de la compasión del Maestro, la pregunta no es quién es mi prójimo sino de quién soy yo prójimo. Jesús no da una respuesta religiosa, sino que la respuesta religiosa es la humana. Lo importante del relato no es el deber moral porque los tres personajes tienen su propia moral; solo el samaritano da una respuesta ética, esto es, según la necesidad de compasión del herido. Si el samaritano se hubiese orientado por el bien moral y hubiese obrado en el respeto a la ley, nunca se hubiera detenido a ayudar a ese otro que lo necesitaba. Pero el samaritano con su actuación, abre una interrogación a la zona oscura del deber moral: ser compasivo es no sentirse nunca lo suficientemente solidario. Por eso, en la actitud del samaritano vemos siempre la intención de querer hacer y dar más.

La compasión es a su vez el examen final de todo creyente, calificado en los puntos de las obras de misericordia, examinado a la tarde de la vida en el amor. No tiene validación por tratarse del examen final y porque es inconcebible que cualquier discípulo pierda el examen, conociendo con anterioridad los puntos sobre los cuales será examinado: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme; y cuando dejasteis de hacerlo con uno de estos más pequeños también conmigo dejasteis de hacerlo” (Mt 25,31-46).

Pablo y la experiencia del mal

La experiencia de Pablo en relación con el Mal fue sentir en su interior la lucha entre el bien y el mal que es la misma lucha nuestra: “Realmente mi proceder no lo comprendo pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y si hago lo que no quiero, estoy recociendo que la ley es buena. En realidad, ya no soy yo quien obra sino el mal que habita en mí, pues yo sé que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance mas no el realizarlo; pues no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y si hago lo que yo no quiero no soy yo el que obra, sino el mal que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta; pues me complazco en la ley de Dios, según el hombre interior; pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del mal que está en mis miembros… Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios; mas, con la carne, a la ley del pecado” (Rm 7,15-25). Es la voz de la conciencia atormentada, pero en ella podemos identificarnos en tanto que humanos asediados por el mal pero en lucha permanente para hacernos a la victoria del bien lograda en Cristo por su muerte y resurrección.

Pablo entiende que la victoria de Jesús sobre el mal no significa ni implica la supresión de la condición y limitación humanas, aunque sí su cualificación y dignidad inesperadas. No es el mal la última palabra sobre nuestra felicidad, sino la victoria de Dios por medio la muerte y resurrección de Jesús que supera en abundancia al mal. “Así como el pecado reinó por la muerte, así la gracia, por medio de Jesucristo Señor nuestro, reinará por la justicia para una vida eterna” (Rm 5,21). Para Pablo, solo si Cristo ha tomado nuestra cruz y nuestro sufrimiento, tiene sentido cargar con la cruz de los demás. El amor del crucificado vuelve al hombre vulnerable, es decir, lo abre a la compasión de aquellos que sufren. Si no aceptamos en nosotros y en los otros la acción liberadora de la cruz privamos al sufrimiento humano de su mayor dignidad y dejamos solos a quienes sufren. Para Pablo, la fe cristiana está unida al conocimiento del Dios crucificado. Solo cuando la experiencia de Dios nos compromete con el sufrimiento de los demás podemos decir que hemos tenido una experiencia del crucificado resucitado. Fue ese proceso de transformación que vivió Pablo compartiendo desde su experiencia el sufrimiento de los otros lo que constituyó para él su conversión. Aún hoy, Dios se vale de nosotros para amar a los demás: ese es el escándalo de la cruz. El inhumano mal de la pandemia llamada coronavirus, nuestro mayor mal llamado egoísmo sumado al enorme mal social en cuya construcción hemos coadyuvado se expande como cultura de la muerte y solo puede ser asumido y vencido desde la muerte y resurrección de Jesús, como victoria decisiva frente al Mal. Por eso fue llamado Jesús y a todos los que luchan contra el mal “siervos de Yahvé”.

El Siervo de Yahvé y el sufrimiento

En la predicación apostólica, el Siervo de Yahvé fue a quien Dios resucitó para no dejarlo en la muerte sino para que su Espíritu, por el bautismo, estuviera en nuestro interior. Pero podemos decir asimismo que todo el pueblo de Dios es el Siervo de Yahvé de la profecía de Isaías, que porta sobre sí el dolor del mundo. “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50, 4). “Tened los mismos sentimientos del Mesías Jesús, el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de siervo” (Flp 2, 5-7).

La madurez de la vida cristiana es proporcional a la capacidad de aceptación de la realidad e integración que en ella se haga de la fe (espiritualidad de encarnación). De ahí surgen las mejores experiencias de un creyente. Seguimos comprendiendo mal el crecimiento cristiano si separamos la vida humana de su acontecer diario en la fe. Es en la realidad donde se dan el seguimiento y la obediencia. Quizá cerrar los templos, después de las celebraciones, quiera decirnos que es en la calle donde comienza la fe; quizá si los dejamos abiertos es para darnos la oportunidad de no separar la fe de la vida, o la vida de la Palabra y los sacramentos. Hay que aprender a vivir a dos niveles inseparables pero distinguibles: del primero hace parte la responsabilidad con la realidad de la vida y particularmente con el sufrimiento; en el segundo, entendemos que el fundamento y apoyo de la vida con sus sufrimientos está en la cruz de Jesucristo. El ojo derecho es para ver lo que debemos hacer y el izquierdo es para estar atentos y darnos cuenta de reojo de por dónde va Dios.

El sufrimiento en sí mismo no nos hace madura ni nos permite crecer. Cuando el amor a la cruz no ha estado unido al sufrimiento, lo que se acumulan son más bien resentimientos y penas que avinagran el alma. En cambio, el amor vence al sufrimiento porque ambos están unidos a lo afectivo. Solo el sufrimiento transido de amor puede hacer mejor el corazón. Eso es lo que nos enseñó Jesús al convertir el suplicio infame en ofrenda de amor por nosotros. Este memorial es el resumen de la Eucaristía, memoria afectiva y efectiva que sana todo sufrimiento y lo convierte en camino y experiencia de resurrección.

El sufrimiento hoy

En todas las épocas, pero particularmente hoy y concretamente en nuestro país, el sufrimiento desde diversos frentes y en todas las instancias sociales y situaciones humanas está comprometiendo el sentido de la existencia. Este es el gran riesgo que tenemos si no asumimos la actual coyuntura desde la solidaridad. El sufrimiento sin la vida del Espíritu que ofrece el siervo de Yahvé, Jesucristo crucificado y resucitado, difícilmente tiene sentido si no está enraizado en la cruz. El silencio de la cruz parece ser la única respuesta a las preguntas de la vieja teodicea: Jesucristo crucificado sino resuelve el enigma para la razón, da un respiro al alma que lo acepta en la fe. Él nos acompaña y lo hace de veras y no puede engañarnos porque sabe de sufrimientos, de muerte… y de resurrección.

Nunca habíamos tenido tanta y tan buena bibliografía sobre el sufrimiento abordado desde múltiples perspectivas. Nunca habíamos oído tanto hablar de él, porque es más fácil escribir y hablar que vivirlo. Sin embargo, el sufrimiento más que la locuacidad los amigos de Job exige silencio, cuarentena, pues de suyo rompe toda lógica y destruye las pretendidas explicaciones racionales. Una sociedad pensada sólo en términos de competencia, eficacia y éxitos de la economía, una tecnología sin empleo una la ciencia sin humanismo, colapsan más temprano que tarde con cualquier remezón externo. Hoy el presentimiento de una posibilidad real de perder la vida agudiza el sufrimiento y nos despierta a la conciencia de que no todo lo hemos hecho bien.

Ahora bien, si en el desierto Jesús no se postró ante el demonio, tampoco el Cristo total que es el pueblo de Dios, puede caer en las tentaciones del amedrentamiento y la desesperanza. Como Jesús en Getsemaní debe postrarse ante su Padre, Dios. Así los discípulos duerman cansados, sin querer encarar despiertos el sufrimiento del Siervo y la realidad que se les avecina, Jesús les dice: “velad y orad, porque el Espíritu es fuerte, pero la carne débil.” La oración es la fuerza de los que sufren, de los débiles que no tienen ya otro recurso humano pues los han agotado todos. Los que no sufren no corren el riesgo de orar sintiéndose poderosos por saberse justos. Los creyentes, en lugar de sentirse grandes, se postran ante Dios como el Siervo Jesucristo: “con lágrimas y súplicas” (Hb 5,7), porque todo lo pueden en aquel que los conforta (Flp 4,13). A los débiles que entran en oración Dios les da la consolación de la paz. El Siervo sufriente nos da la obediencia de la fe cuyos signos son la paz y la alegría. Casi sin darnos cuenta resultamos fortalecidos.

Orar en el sufrimiento nos permite darle un sentido diferente a la vida, si permitimos vivirla en la mediación privilegiada de la fe. Subir a la cruz de Jesucristo, Siervo de Yahvé, para poner allí nuestro sufrimiento, es permitir que lo lleve El. La oración en el sufrimiento es pasarle a la cruz toda la carga de los momentos más débiles de nuestra vida, así estemos dormidos por el cansancio, como los discípulos en Getsemaní. La oración de Jesús en la cruz, como la de los creyentes, es una oración social inclusiva porque “nosotros” y los “otros” incluye a toda la familia, el pueblo de Dios. Es un don de Dios que, celebrando la Semana Santa por primera vez en familia sintamos que el Espíritu del resucitado nos une de modo invisible y misterioso y nos vincula al sufrimiento humano por el que pasan los menos protegidos. Cada uno, desde su propia adversidad o prosperidad, puede hacer de su vida una ofrenda por el perdón y una oferta de sensatez desde la paz interior. Al hacerlo, el amor de Jesucristo en la cruz prosperará en nuestras manos. “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre compasivo y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación, para que nosotros, en virtud del consuelo que recibimos de Dios, podamos consolar a los que pasan cualquier tribulación” (2 Co 1, 3-4). Amén. Aleluya