MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
Arnaldo Bazan
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para
que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no
cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios.
Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las
tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal
aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero
el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras
están hechas según Dios” (Juan 3,16-21).
Sólo con una ayuda especial del Espíritu Santo
podríamos comprender que Dios entregue a su Hijo para la salvación del mundo,
pues en nuestras mentes tan limitadas no cabe la idea de una generosidad de
tanta grandeza.
Pablo se admira también, por lo que exclama: Es
difícil dar la vida incluso por un hombre de bien... Pues bien, Dios nos ha
mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos
pecadores (Romanos 5,7-8).
En realidad sólo a Dios se le pudo haber
ocurrido semejante manera de salvarnos, algo que ni siquiera podríamos nosotros
haber imaginado. Por esa razón muchos han rechazado esta verdad, pues no la
conciben posible.
Pero así es Dios. El vió
cómo todos los bienes que regaló al ser humano se
habían perdido por causa de la soberbia, del deseo de grandeza y del ansia de
llegar a ser un “dios”, y para librarlo la Trinidad Divina decide enviar a uno
de los suyos, a la Segunda Persona, al Hijo, para salvar al hombre.
Así asume el Hijo la naturaleza humana en el
seno virginal de María, haciendose uno como nosotros,
un verdadero hombre sin dejar de ser Dios. Misterio de amor.
Y esto, para que aprendamos a ser humildes, ya
que El en su condición de hombre se humilló a sí mismo haciéndose obediente
hasta la muerte, y una muerte de cruz (Filipenses 2,8).
Pero el hombre, que ya tiene la oportunidad de
salvarse, debe, individualmente, abrir su corazón a Dios. Ese amor tan grande
del Padre por nosotros sólo puede corresponderse con un amor sincero, aunque
sea imperfecto. Esa es la condición.
¿Y qué menos podría pedir Dios a cambio de todo
ese cúmulo de gracias que nos regala?
Ni siquiera nos pide que nos merezcamos la
salvación, ni que paguemos por ella. Todo es gratuito, pues somos absolutamente
incapaces de pagar nada.
Si bajamos la cabeza y reconocemos el amor de
Dios, la salvación será nuestra, como regalo de un Padre que nos ama.
Arnaldo Bazán