TIEMPO ORDINARIO – SANTÍSIMA TRINIDAD A
(7-junio-2020)
Jorge Humberto Peláez S.J.
La
plenitud de la auto-manifestación de Dios
ü Lecturas:
o Éxodo
34, 4b-6. 8-9
o II
Carta de san Pablo a los Corintios 13, 11-13
o Juan
3, 16-18
ü Para
nosotros, los bautizados, es muy natural hacer la señal de la cruz y decir: “en
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Este gesto y estas palabras
tan simples constituyen una revolución inimaginable en la historia espiritual
de la humanidad y un camino de muchos siglos en la auto-manifestación de Dios.
ü Todo
comenzó en un rincón ignorado del mundo, cuando Dios escogió a un pastor nómada,
un arameo errante, para que fuera el padre de una gran nación. Nos referimos al
patriarca Abrahán, con quien se inicia el monoteísmo. Dios se le
auto-manifiesta como un Ser personal, único, trascendente, que establece una
alianza: “Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo”. Esta auto-manifestación de
Dios define una clara frontera entre las prácticas religiosas de las culturas
ancestrales, que adoraban a múltiples divinidades asociadas con los fenómenos
de la naturaleza, y Yahvé, Creador del universo.
ü Dios
se fue auto-manifestando al pueblo escogido a través de los acontecimientos de
su historia. Una de las grandes figuras escogidas por Dios para liderar a su
pueblo fue Moisés. En el pasaje del libro del Éxodo que acabamos de escuchar,
hay una hermosa petición de Moisés que podemos hacer nuestra: “Señor, dígnate
seguir caminando en medio de nosotros. Es verdad que somos un pueblo muy
testarudo, pero perdona nuestra culpa y nuestro pecado, y acéptanos como tu
heredad”.
ü Después
de Moisés, Dios siguió inspirando a otros personajes para que acompañaran al
pueblo en este proceso de maduración en la fe. Fue una tarea difícil porque, en
repetidas ocasiones, el pueblo se apartó del camino del Señor.
ü Lo
que Dios quería era el establecimiento de una nueva Alianza, que superaría la
Alianza del Monte Sinaí. En los designios insondables de su amor, quiso que su
Hijo Eterno asumiera nuestra condición humana. Esto lo expresa elocuentemente
san Juan en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar: “Tanto amó Dios al
mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él tenga vida
eterna y nadie perezca. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar
al mundo, sino para que se salve por medio de Él”.
ü En
Jesucristo alcanza su clímax esta larga historia que comenzó con un arameo
errante. La Palabra eterna del Padre, su Hijo, asume nuestra condición humana.
Él es el revelador del Padre; viene a decirnos que Dios es amor, quiere que
seamos sus hijos y comunicarnos su vida divina. ¿Cómo se nos fue manifestando
esta historia de amor? Mediante la encarnación y el nacimiento, sus enseñanzas
y milagros, su pasión, muerte y resurrección.
ü Cuando
los discípulos le pidieron que les enseñara a orar, Jesús pronunció esta
oración que empieza con estas increíbles palabras: Padre nuestro… ¿Quiénes
somos nosotros, criaturas insignificantes, para llamar Padre a Dios? Pues sí: Jesucristo
nos enseñó que podíamos llamar Padre a Dios, y para ello utilizó una palabra
que expresa una infinita ternura y cercanía: Abbá.
ü En
numerosos pasajes de los Evangelios encontramos expresiones de Jesús que manifiestan
esta especial intimidad entre el Padre y el Hijo encarnado: “Quien me ha visto
a mí, ha visto al Padre”, “el Padre y yo somos una sola cosa”. Y promete a sus
discípulos que les enviará al Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo,
para que acompañe a la Iglesia. La fiesta de Pentecostés, que celebramos el
domingo anterior, conmemora este don del Espíritu Santo a la comunidad de los seguidores
de Jesucristo.
ü La
Biblia, con sus dos grandes componentes que son el Antiguo y el Nuevo Testamento,
relata la auto-manifestación de Dios a través de la historia de un pueblo y la
intervención de personajes escogidos para prestar este servicio de acompañamiento
e interpretación. La presencia del Hijo de Dios encarnado es la plenitud de ese
relato. Jesucristo viene a establecer el Reino de Dios y sellar una Alianza nueva
y eterna que es la plenitud de la manifestación de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu
Santo.
ü Cada
domingo cuando recitamos el Credo, recapitulamos las manifestaciones más importantes
de esta auto-manifestación de Dios: “Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador
del cielo y de la tierra. Y en Jesucristo, su único Hijo…” De esta manera, la
Iglesia proclama, en palabras humanas, el misterio insondable de la Trinidad.
ü En
su II Carta a los Corintios, Pablo propone, a manera de saludo, una formidable
síntesis del misterio trinitario: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de
Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes”. La liturgia incorpora
estas palabras en el saludo que hace el sacerdote al comenzar la celebración
eucarística. No interpretemos este saludo como un buen deseo expresado por el Apóstol.
Se trata de una realidad misteriosa que nos sobrecoge: dentro de cada uno de nosotros está presente
la Trinidad; lo dice Jesús y así quedó consignado por el evangelista Juan: “Si
alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos él, y
haremos morada en él”.
ü Meditemos
una y mil veces estas palabras del Señor. Somos morada de la Trinidad. ¡Nosotros,
pecadores, egoístas y envidiosos, criaturas insignificantes en la inmensidad
del universo, somos morada de la divinidad! Solo nos queda adorar en silencio
el amor infinito de Dios, y decir, junto con el centurión: “No soy digno de que
entres en mi casa”. En esta fiesta de la Santísima Trinidad contemplemos con
infinito agradecimiento la plenitud de la auto-manifestación de Dios en
Jesucristo.