TIEMPO ORDINARIO – DOMINGO XIII A

(28-junio-2020)

 

Jorge Humberto Peláez S.J.

jpelaez@javeriana.edu.co

 

Renovemos nuestro sentido de pertenencia a la Iglesia

 

 

ü Lecturas:

o   II Libro de los Reyes 4, 8-11. 14-16

o   Carta de san Pablo a los Romanos 6, 3-4. 8-11

o   Mateo 10, 37-42

 

ü Muchos cristianos no toman en serio su pertenencia a la Iglesia y no profundizan en el inmenso regalo que entraña hacer parte del Cuerpo de Cristo. Para muchos, es como suscribirse a una revista o hacer parte de algún chat. En este domingo los invito a profundizar en el significado de esta membresía tan especial. Nuestra meditación se desarrollará en tres puntos. En primer lugar, iremos al Concilio Vaticano II para iluminar nuestra comprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios. En segundo lugar, nos detendremos en la hermosa catequesis del apóstol Pablo sobre el significado del bautismo, que es la puerta de entrada a la comunidad eclesial. En tercer lugar, profundizaremos en las exigencias del seguimiento de Jesús.

 

ü El Concilio Vaticano II, realizado en la década de los 60, fue una audaz iniciativa del Papa Juan XXIII para suscitar una profunda reflexión sobre las relaciones entre la Iglesia y la sociedad. A partir del Concilio, el Espíritu Santo ha generado en la Iglesia profundos cambios en la reflexión teológica y en la acción pastoral. La fuerza transformadora del Concilio Vaticano II no se ha agotado. El Papa Francisco ha retomado sus banderas innovadoras; por eso su insistente llamado a una Iglesia en salida misionera.

ü Dentro de los documentos conciliares, se destaca la Constitución Dogmática sobre la Iglesia y sus inspiradoras reflexiones sobre el ser y naturaleza de la Iglesia. Durante siglos, la reflexión sobre el misterio de la Iglesia fue expresada en términos muy jurídicos que sonaban extraños, distantes y fríos. El Concilio Vaticano II retomó una categoría profundamente enraizada en la tradición bíblica; es la expresión Pueblo de Dios.

 

ü Vayamos al #9 de este documento conciliar; allí leemos: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente”. Y así eligió al pueblo de Israel. La Iglesia, establecida por Cristo sobre el fundamento de los Apóstoles, es el nuevo Pueblo de Dios, no limitado a un grupo étnico particular, sino abierto a todas las culturas.

 

ü ¿En qué radica la riqueza teológica de esta expresión Pueblo de Dios? Somos comunidad que camina hacia la Casa del Padre. La auto-manifestación de Dios es en el seno de la comunidad. En Pentecostés, el Espíritu Santo comunicó sus dones y carismas a la comunidad de los Apóstoles reunida en oración. La fe no se puede vivir en el rincón oscuro de la intimidad. La fe se recibe dentro de la comunidad eclesial; allí nos fortalecemos con los sacramentos, escuchamos la Palabra, damos gracias y recibimos el Pan eucarístico. Por eso es tan importante subrayar la dimensión eclesial de nuestra fe en Jesucristo. El Concilio Vaticano II nos invita a fortalecer nuestra identidad como Pueblo de Dios. No somos caminantes solitarios.

 

ü ¿Cómo entramos a formar parte de ese Pueblo de Dios, que nos permite “constituir un linaje escogido, sacerdocio real, nación santa”? Esta vinculación se realiza mediante el sacramento del Bautismo. En la Carta a los Romanos, que acabamos de escuchar, el apóstol Pablo desarrolla una hermosa catequesis sobre el significado del Bautismo que nos hace partícipes de la Pascua del Señor Jesús: “Por el Bautismo fuimos sepultados con Él, para participar en su muerte, para que, así como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva”.

 

ü Muchos cristianos celebran el bautismo de sus hijos como un evento simplemente social, en el que es presentado el nuevo miembro de la familia. Es un momento muy bello de la vida familiar, pero el significado es mucho más profundo. Nacemos a una realidad nueva, empezamos a participar de la vida divina. Somos mucho más que unos sistemas biológicos sabiamente diseñados. Podemos llamar Padre, “Abbá”, a Dios, porque realmente somos sus hijos gracias a la Pascua de Jesucristo.

 

ü Hacer parte de la Iglesia mediante el sacramento del Bautismo es convertirnos en miembros del Cuerpo de Cristo. A partir de este momento, nuestra hoja de ruta debe ser el mandamiento del amor, y el Sermón de las Bienaventuranzas es la inspiración para nuestras relaciones con los demás y con la naturaleza.

 

ü Sigamos avanzando en esta meditación sobre la Iglesia y lo que significa pertenecer a Ella. El evangelista Mateo resume unas instrucciones de Jesús a los discípulos sobre la radicalidad que implica ser discípulo. Las frases que pronuncia el Maestro son duras y nos causan desconcierto: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”.

 

ü ¿Cuál es el alcance de estas palabras de Jesús? No es que Él menosprecie a la familia. El respeto sagrado a los valores familiares ya estaba consagrado en el 4° mandamiento de la Ley, “Honrar a padre y madre”. Lo que exige Jesús a sus seguidores es una absoluta claridad en cuanto a la escala de valores. La firmeza de esta exigencia es clave en un mundo lleno de ambigüedades, en el que los valores más sagrados están a la venta. No hay fidelidades garantizadas pues todo es negociable.

 

ü La radicalidad del discurso de Jesús va más lejos: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. En el curso de nuestra vida tenemos etapas muy bellas de realización, y también experimentamos momentos muy duros, en los que nos sentimos agobiados. Jesús vivió de la misma manera: jornadas inolvidables junto a José y María, en Nazaret; conversaciones muy cálidas con sus amigos de Betania; encuentros muy cercanos con sus discípulos. Pero también la oración angustiada en Getsemaní, la Vía Dolorosa y la crucifixión. Jesús asumió con profundo amor y entrega su misión. Como discípulos suyos, vivamos con fe, esperanza y amor los momentos amables de la vida, como también las crisis que inevitablemente nos acompañarán. En todas estas experiencias sintamos la presencia amorosa de Jesucristo, que no nos deja solos.

 

ü Que esta meditación dominical renueve nuestro sentido de pertenencia a la Iglesia. Somos Pueblo de Dios que peregrina. Esta pertenencia transforma nuestra manera de ser y actuar.