DOMINGO
18 ORDINARIO, Ciclo A
AUNQUE NO TE SOBRE, DALE UNA PARTE AL POBRE
Recuerdo haber escuchado a mi amiga doña Carmelita la manera tan
singular en que ella se había encontrado con Cristo Salvador. Sucede que ella
sufrió mucho en su infancia, porque era hija de un padre borracho que gritaba y
gritaba en casa, corría a todo mundo y quería que se le sirviera a cuerpo de
rey, aunque nunca aportaba nada para el gasto diario. Queriendo librarse de su
situación, decidió casarse, y aunque parecía que había dado con la persona
adecuada, aunque su novio prometía una buena vida, después de algunos meses de
su matrimonio, sucedió que el marido también resultó un borracho empedernido y
se lamentaba de haber salido de una situación dura y adversa, para caer en otra
peor. Sólo tuvo un hijo con Chente, que por cierto
murió a los cuántos años. Cuando su muchacho creció, se hizo de una mujer, se
casó y pudo tener 5 hijos, cariñosos y formalitos, pero las cosas que tiene la
vida, el muchacho su hijo murió en accidente de ferrocarril, pues se dirigía a
Estados Unidos en busca de un trabajo para sostener a sus hijos. Y a la vuelta
de la esquina, me vi de la noche a la mañana son los 5 nietos a la puerta de mi
casa. Ese día maldije a Dios, hasta le menté la madre y ya no volví a ir a
misa, ni quería pasar por la puerta de ningún templo. Dios había muerto para
mí, en mi corazón. Pero ocurrió que un aniversario de la muerte de mi marido,
fuimos a misa y a medida que transcurría la explicación del sacerdote, de
pronto sentí lo herrado de mi camino, pues no había querido sentir la compasión
de Jesús, en todos los momentos duros que tuve que soportar al sostener a todas
esas criaturas. Haciendo tortillas y más tortillas, los saqué adelante, ellos
me ayudaban llevando a las casas los encargos, ahí algunas veces les daban una
recompensa que nos servía de maravilla para irla pasando. El día de la misa nos
hablaban de Jesús que veía con amor a las gentes, pues
había venido a consolar a las ovejas que estaban atribuladas como ovejas sin
pastor. Nos hablaban del Jesús que se pasaba largas horas hablando con la
gente, curando sus enfermedades, atendiendo a los que sufrían, las viudas, los
huérfanos e incluso dando vida a los muertos. A medida que el sacerdote
hablaba, yo sentía que todo aquello lo decía de mí, cuando oía de la ocasión en
la que Cristo buscaba un momento solitario para orar, pero se encontró con una
multitud inmensa que querían oírlo. No podía menos que atenderles, porque su
corazón estaba lleno de amor por todos ellos. Referían que por la tarde como ya
comenzaba a pardear, los apóstoles le propusieron a Jesús que mandara a las
gentes a sus casas para que buscaran que comer y no fueran a desfallecer en el
camino. “¿Que qué?” les diría Jesús, denles ustedes de comer. Ese denles
ustedes de comer, denotaba que los apóstoles no estaban muy de acuerdo con
tantas gentes que los seguían y de alguna manera querían desprenderse de ellos,
pero Jesús, pensaba totalmente distinto, pues los hombres sabemos tener
compasión, amor y misericordia de los que nos rodean, pero de una forma
parcial, que muchas veces no va más allá. Jesús les estaba proponiendo otra
manera de ser, mirar y compadecerse de los demás, como Dios nos mira a
nosotros. Por supuesto que los apóstoles se vieron en un gran aprieto, y no
sabían que hacer, porque estaban en despoblado y sin lugares cercanos donde
pudieran agenciarse un poco de pan. Cristo si sabía y tenía muy claro lo que
convenía hacer en ese momento. Resultó que un muchacho ofreció los panes
y sus peces, que su madre había puesto en su morar, pretendiendo que algunas
gentes comieran, quizá algunos niños o algunos ancianos. ¡Qué gesto de bondad
precisamente de un joven! No pensó en sí mismo, sino en el bien de los demás. Cristo
aceptó complacido la ofrenda del muchacho, mandó a sus apóstoles que sentaran a
la gente para que no hubiera
disturbios frente a lo que iba a hacer, porque las multitudes son a veces muy
peligrosas y difíciles de manejar. Cuando todos estuvieron sentados, Cristo
tomó los panes y los pescados, y con una gran sencillez y al mismo tiempo con
un gesto solemne, comenzó a bendecir los alimentos y luego pidió a sus
apóstoles que con sus propias manos, para que no les cupiera duda de lo
que Cristo había hecho, fueran repartiendo profusamente los panes y los
pescados. Las gentes no cabían de emoción, comieron, se saciaron, guardaron lo
que quisieron en sus morrales y después pidió Cristo Jesús que recogieran las
sobras para que nada se desperdiciara. Todo aquello fue fruto de la compasión
de Cristo para los suyos.
Cuando yo oí todo esto, me llené de lágrimas por haber tratado de
tal manera a mi Cristo, de haberlo ofendido tan cruelmente y por haberme
alejado de él por tanto tiempo, y sentí al mismo tiempo un inmenso gozo al
darme cuenta que si había logrado sacar e mis muchachos y hacerlos hombres de
bien, no había sido yo en exclusiva, sino por la ayuda, la cercanía y el cariño
de Cristo que permitió que con un oficio tan sencillo y humilde como es el de
las tortilleras, ellos pudieran haber triunfado en la vida. Mi vida cambió
desde entonces, llegando a considerar el inmenso amor con que Cristo ama a
todos los hombres, pero a imitación precisamente de nuestro buen Padre Dios y
el sacrificio de Cristo que sigue repartiendo a manos llenas ya no ahora panes
y peces, sino el alimento que él mismo ideó para quedarse para siempre y
para acompañarnos en nuestras tribulaciones y en las angustias de
la vida.
Debo dar gracias a mi amiga por el relato tan sencillo de su vida,
que he ha hecho recordar lo que dijo el Apóstol San Pablo, con lo cual termino
mi comentario de este domingo: “Bendito sea el Dios Padre de nuestro Señor
Jesucristo, Padre de misericordia y Dios de toda consolación, quien nos
consuela en todas nuestras tribulaciones, de esta manera con la consolación con
que nosotros mismos somos consolados por Dios, también nosotros podemos
consolar a los que están en cualquier tribulación””
Les saluda su amigo el P. Alberto Ramírez Mozqueda
que les suplica difundir mi mensaje. Estoy en alberamozq@gmail.com