XXV
Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Los
últimos son los primeros en la justicia divina
La justicia del Dios de los últimos
El Evangelio de Mateo nos revela otro aspecto de la
justicia del Dios de los últimos. Ésta es una línea matriz del mensaje
evangélico. Los dichos y parábolas del Evangelio de Mateo nos muestran que el
Padre de Jesús es el Dios de los últimos. Si recordamos el Sermón de la
Montaña, allí se nos invitaba a buscar
el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendría por añadidura. La
justicia de Dios vinculada a su Reino manifiesta una asimetría grande en la
relación de Dios con los últimos y con los primeros, pues cuando se habla de
los últimos y del lugar que estos ocupan en el ámbito del Reino podemos
entender que se trata de un Dios, cuyos
caminos son muy distintos a los nuestros (cf. Is
55,6-9).
Los últimos son los descartados
Podría parecer que en la justicia de Dios hay algún tipo
de preferencia, una debilidad, no exenta de cierta arbitrariedad. Sin embargo,
si captamos la hondura del Evangelio lo que hay en la justicia de Dios es una profunda visión de su amor
misericordioso, que cuando se dirige a los que no cuentan, a los descartados, según los
parámetros de la vida humana, los considera sobre todo como víctimas y como
objetivo prioritario de su amor. Éstos son los “últimos”.
Los últimos serán los primeros
El proverbio “Los
últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” aparece
atestiguado en los tres evangelios sinópticos (Mt 19,30; 20,16; Mc 10,3; Lc 13,30). En todos ellos constituye el colofón magistral a
dos escenas de contraste sobre el tema del seguimiento radical a Jesús: una, la
del rico que, aunque deseoso de vida eterna, no quiso seguir a Jesús, por no
desprenderse de sus bienes y no repartir a los pobres su dinero (Mt 19,16-26),
y la otra, la de los discípulos que reciben de Jesús la promesa de esa vida y
del céntuplo de bienes como recompensa por su renuncia a una familia y a sus
legítimas pertenencias (Mt 19,27-29).
Pobres y discípulos, los últimos según el Evangelio
La radicalidad de las palabras del Maestro sobre el
Reino de Dios está orientada, por una parte, a los pobres,
a los “últimos” de esta sociedad y, por otra, al establecimiento de
una nueva relación entre los seres
humanos caracterizada por la fraternidad. Esta fraternidad empieza
especialmente a partir de los últimos de este mundo y de los que con ellos y
por ellos estén dispuestos a hacerse pobres y últimos. Los discípulos, al renunciar a
su hacienda y a vivir los vínculos familiares más legítimos, dejando padres,
hermanos, e incluso cónyuge e hijos, por la causa del Reino y por el Evangelio,
se convierten también en “últimos” de
esta tierra. Pobres y
discípulos, unos y otros, los "últimos" en la sociedad son, para
Dios, los primeros en la fraternidad.
¿El mismo salario para todos?
El evangelista Mateo enmarca, además, con esta sentencia
sobre los últimos, la parábola de los jornaleros
contratados a
diferentes horas del día por el dueño de una viña, el cual, al
atardecer, dio lo mismo a todos por el trabajo realizado, suscitando con ello
la queja de los que fueron a trabajar a primera hora (Mt 19,30-20,16).
Sorprendentemente al final todos
perciben el mismo salario, aunque éste sólo había sido ajustado previamente
con los primeros. En cambio los últimos, que sólo habían trabajado una hora,
percibieron lo mismo.
La injusticia no está en la bondad del Señor
La parábola sirve para ilustrar el aforismo. Los
“últimos” en el relato de la parábola son los que no habían ido a trabajar
“porque nadie los había contratado” (Mt 20,7). La parábola deja entrever que la injusticia no está en la
gratuidad y la bondad del señor de la viña que reparte un jornal igual
a cada uno, sino en la falta
de trabajo para todos y en la maldad
de los “primeros”, que no se conforman con el salario previamente ajustado.
El dueño, en cuanto señor y soberano, paga a cada uno según ve conveniente,
probablemente con el criterio de atender sus necesidades, no con arreglo a las
horas trabajadas, ni a la productividad, ni a la eficiencia en el trabajo, sino
según su justicia.
La justicia del Reino beneficia a todos por igual
Sin embargo, la justicia social del Reino, que beneficia a todos por igual y
sostiene como principio la igualdad de todos los seres humanos en la recepción
de los bienes y en el destino común de los mismos, no
coincide con los criterios de justicia retributiva e individualista
del sistema económico dominante en el mundo, pues éste es un sistema que
destruye la dignidad de la persona al convertirla en mercancía. En la parábola
de este domingo hay una igualdad en la retribución del salario,
independientemente de las otras variables presentes en el proceso de trabajo y
producción.
El paro y la pobreza en tiempos de pandemia
La proyección social de la parábola es ineludible, pues
el número de los no
contratados para trabajar hoy en nuestro mundo es ingente, y en España
constituye el problema social número uno, agravado además con la pandemia,
hasta llegar a más del 15%. Lo mismo ocurre en Bolivia (hasta el 11,85). La
dificultad sigue siendo frecuentemente que los que disponen de los grandes
capitales y de los medios de producción, así como los gobiernos de las
naciones, anteponen el criterio del crecimiento económico al del desarrollo
humano de los últimos, de los pobres y excluidos, de los desahuciados y de los
parados. El Papa Francisco ha
expuesto claramente en su Exhortación Apostólica “Evangelii
Gaudium” que “hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión
y la inequidad». Esa economía mata” (EG 53). Y también, citando a S.
Juan Crisóstomo, exhorta “a los expertos financieros y a los gobernantes de los
países a considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: «No compartir
con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son
nuestros los bienes que tenemos, sino suyos.”(EG 57).
Que al final de cada día haya pan para todos
Como la realidad histórica y dramática de injusticia y
desigualdad de nuestro mundo sigue manifestando que nuestros caminos distan
mucho de ser los caminos de Dios y los propios de una vida digna del evangelio,
los cristianos no debemos dejarnos robar la esperanza y hemos de seguir
soñando, como hace nuestro Papa Francisco, pero con los pies en la tierra y la
mirada en el cielo. Para los millones de
“últimos” de este planeta tierra el papa Francisco sueña con la idea
de un salario universal, que
permita que haya pan para todos y satisfacer por igual las necesidades básicas
de toda persona en cada país, y que éste fuera proporcionado por los Estados,
especialmente de los países ricos en colaboración con los países pobres. La
proporcionalidad de la aportación de cada nación y la gestión de la misma
debería hacerse con criterios de esa justicia nueva que surge del Evangelio.
Sería un jornal profundamente evangélico y entonces esos últimos, los pobres,
serían también los primeros. Así nuestros caminos y pensamientos podrían
empezar a coincidir con los del Señor (cf. Is
55,6-9).
El destino común de los bienes porque estos pertenecen
al único Señor
Sin embargo, a la par que se proclama esta parábola del destino común de los bienes pertenecientes
al único Señor del
mundo, conviene recordar la otra parábola del mismo Señor de los bienes, que
escucharemos dentro de unos domingos, la de los talentos, a través de la cual
se exige a cada persona la
responsabilidad ineludible en el trabajo con
los dones y capacidades que Dios le
haya dado a cada cual, donde no caben ni la irresponsabilidad, ni la
vagancia, ni la flojera, ni el victimismo, ni el miedo, pero tampoco el
despilfarro, la malversación, la acumulación desmesurada y egoísta de los
bienes de la tierra… Pero esto lo desarrollaremos más adelante…
Dios soberano, misericordioso y justo
En todo caso, tanto en una parábola como en otra, el
Evangelio nos abre siempre a la vivencia de la gratuidad en el encuentro con el
multifacético rostro del amor de Dios, único
Señor soberano de todos los bienes, siempre misericordioso y
bondadoso con sus hijos, y a la vez exigente
y justo con todos. Por ello nuestra reflexión debe llevarnos a
considerar que no hay nada que tengamos que no hayamos recibido como un don. No
hay nada que sea mío en propiedad, sino sólo de Dios. Y cada uno es
administrador de lo recibido. Cuando reclamamos algo como derecho sin tener en
cuenta que antes de ser un derecho es un don de Dios se pierde la perspectiva
de la gracia y de ser, todos, hijos de Dios, responsables de la vida y de los
talentos que hemos recibido para el bien común y para que al final del día
todos tengan algo para comer… Y si no nos damos cuenta de ello, entonces,
lamentablemente, nuestros caminos no son los de Dios.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor
de Sagrada Escritura