Pasemos
de católicos asintomáticos, ausente la imitación de Cristo y transmitiendo el
virus de la indiferencia, a la valentía de obreros de su viña.
“¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?”
(Mt. 19, 30-20,16) reflexiona el dueño de la viña cuando se le critica porque a
todos paga lo mismo aunque algunos han
trabajado más horas que otros en la jornada. De esta manera se destaca la bondad de Dios, que se expresa en el
Antiguo Testamento y más concretamente en el Nuevo a través de Jesús. Esa
bondad de Dios que también recordábamos en el Salmo responsorial “el Señor es bondadoso y compasivo, lento
para enojarse y de gran misericordia, es bueno con todos y tiene compasión de
sus creaturas” (salmo 14).
La bondad
de Dios responde a su misma esencia, a su misma naturaleza, y así siempre se ha manifestado, más allá que
también en la Sagrada Escritura aparecen las consecuencias negativas que padece
la persona humana, que a causa de sus pecados
prefiere no responder a tanta bondad recibida, y elige no entrar en comunión con el Señor.
Los
textos bíblicos que la Iglesia presenta
en la liturgia de hoy, señalan que Dios sale al encuentro del hombre. Y así, el
profeta Isaías (55, 6-9), en la primera lectura, recuerda cómo Dios sale en
busca de su pueblo, ayudándolo a liberarse del destierro en Babilonia.
Recordemos
que el exilio y esclavitud del pueblo elegido fue consecuencia del pecado, la
conversión ahora, produce el que puedan volver a su tierra. Por eso es que el
mismo Señor, también movido por esa bondad, a través del profeta, recuerda al
malvado la necesidad de abandonar su camino y al hombre perverso retornar al
cumplimiento de sus mandamientos.
A su vez agrega
algo más el profeta, y es que los pensamientos de Dios no son los de los
hombres, y los caminos de Dios no son los de los hombres y esto indudablemente
ayuda a entender lo que describe el texto del Evangelio cuando presenta las
características de la bondad de Dios de una manera a la cual no estamos
acostumbrados.
En
efecto, habitualmente nosotros aplicamos en nuestras relaciones cotidianas la
justicia conmutativa de tal modo que “yo doy y tú me das”, entendiendo que la
retribución siempre es acorde con lo que
alguien ha realizado. Sin embargo, el texto del Evangelio presenta algo nuevo
que refiere al comportamiento de Dios, que
va más allá de la retribución justa, es decir de lo que se ajusta a lo
que uno hace, mostrándose generoso con sus dones.
Ya lo
habíamos visto por ejemplo, en la parábola del hijo pródigo, cuando ese hijo
descarriado vuelve a la casa del padre habiendo malgastado los bienes del mismo
y sin embargo el padre le abre el corazón. También lo hemos visto cuando en el
momento de la crucifixión de Cristo, el ladrón que está colgado junto a él le
dice “acuérdate de mí cuando estés en tu
reino” y el mismo Jesús le dirá “hoy
estarás conmigo en el Paraíso”. Este denominado buen ladrón, es el que fue llamado en la última hora del día
de la que habla la parábola, pero sin
embargo, recibió el mismo premio, “el mismo denario”, que en este caso significa
la Vida Eterna, que los otros que respondieron al llamado del Señor a lo largo
de su vida, a lo largo del día como dice
el texto bíblico.
Aquí entramos en algo muy especial y es que
siempre recibimos de Dios gratuitamente, es decir, que lo que caracteriza al
Señor es la gratuidad, mientras que lo que determina al hombre en su actuar
frente al “tú me das y yo te doy”, es por lo general el mérito. Es verdad que también
en nuestro obrar encontramos actitudes que
recuerdan la gratuidad de Dios,
toda vez que a nuestros hijos o amigos les
damos algo sin exigir nada a cambio, no mirando lo que uno debe o lo que tiene
merecido el hijo o el pariente o lo que sea, sino únicamente teniendo en cuenta
la abundancia de la bondad de nuestro corazón.
De manera
que no es imposible logremos entender
este comportamiento, esta lógica propia de Dios nuestro Señor, que siempre da
en abundancia, que va más allá de lo que uno merece, bondad que brota de su
grandeza divina.
Teniendo
en cuenta esto, es importante retomar en nuestra vida cotidiana la unión con
Cristo nuestro Señor, de la cual el apóstol San Pablo (Fil. 1,20b-26) confiesa
que “para mí la vida es Cristo y la
muerte una ganancia, pero si la vida en este cuerpo me permite seguir
trabajando fructuosamente ya no sé qué elegir, me siento urgido por ambas
partes”. Ahora bien, no obstante sentirse urgido por “ambas partes”, el
apóstol prefiere seguir sirviendo al Señor en esta vida, y aquí se nos ofrece a
nosotros una forma concreta de seguir los pasos e imitar a San Pablo, como una
forma de servir a Jesús yendo al
encuentro del hombre de hoy e invitándolo a trabajar en la viña del Señor.
Estas
cinco veces que sale el dueño de la viña a buscar obreros está indicando la
permanente salida de Dios de sí mismo buscando al hombre e invitándolo diciendo
“ven a trabajar a mi viña, ven a
participar de mi Reino”. A esta misión, a tener la misma actitud de Dios, en
efecto, tiene que encaminarse la
Iglesia, buscar a aquel que esta alejado, que está perdido o que esta distraído
para traerlo nuevamente al encuentro de Cristo.
En
relación con esto quisiera dejar una reflexión sobre cómo vivimos la pandemia
en estos días. Si bien insistimos mucho
en la iglesia doméstica vivida desde
nuestros hogares, me pregunto si no terminaremos clausurando la vida religiosa
o la de la iglesia reduciendo el culto y lo religioso a una existencia meramente
virtual.
Es cierto
que en y desde nuestras casas nos sentimos tranquilos, contentos, seguros. Pero
la vida cristiana no consiste en buscar seguridades en las cosas sino buscar la
seguridad en Cristo nuestro Señor. De
allí la importancia de salir de nosotros mismos para buscar hacer presente al
Señor entre los que están alejados de
Jesús y de la iglesia para traerlos nuevamente a su amistad y hacer esto
siempre incansablemente sin pensar si tal persona lo merece o no sino seguir el
camino del corazón bondadoso del Señor.
Corremos
el riesgo de convertirnos en católicos asintomáticos, es decir, que no
presentemos ya signos visibles que estamos moldeados por Cristo pero que
seguimos transmitiendo el virus de la indiferencia cristiana.
Pidámosle
entonces a Cristo nuestro Señor que nos dé su gracia, su ayuda, para que
saliendo de nosotros mismos vayamos a encontrarnos con Él, que es Camino,
Verdad y Vida, presentándolo a los que se sienten alejados o clausurados en una
aparente seguridad religiosa, sin trascender lamentablemente, las cuatro paredes de
nuestras casas.
Salgamos
que el Señor realmente nos protege y está con nosotros así como salimos para
otras cosas quizás no tan importantes sin miedo alguno. No temamos que el Señor
siempre nos acompaña.
Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la
parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía
en la Misa del domingo XXV del tiempo Ordinario. Ciclo “A”. 20 de septiembre de
2020. ribamazza@gmail.com;
http://ricardomazza.blogspot.com