Domingo 3 de Adviento (B)
“Gaudete”
PRIMERA LECTURA
Desbordo
de gozo con el Señor
Lectura del
libro de Isaías 61,1-2a.10-11
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el
Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren,
para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los
cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del
Señor. Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha
vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio
que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa
sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar
la justicia y los himnos ante todos los pueblos.
Lc 1, 46-48. 49-50. 53-5 R. Me alegro con mi Dios.
SEGUNDA LECTURA
Que
vuestro espíritu, alma y cuerpo sea custodiado hasta la venida del Señor
Lectura de
la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses 5,16-24
Hermanos: Estad siempre alegres. Sed constantes
en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo
Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de
profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con lo bueno. Guardaos de toda forma
de maldad. Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo
vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de
nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.
EVANGELIO
En medio de vosotros hay uno que no
conocéis
Lectura del
santo evangelio según san Juan 1, 6-8. 19-28
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba
Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él
todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. Y éste fue el
testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y
levitas a Juan, a que le preguntaran: - «¿Tú quién eres?» Él confesó sin
reservas: - «Yo no soy el Mesías.» Le preguntaron: - «¿Entonces, qué? ¿Eres tú
Elías?» El dijo: - «No lo soy.»
- «¿Eres tú el Profeta?» Respondió: - «No.» Y le dijeron: - «¿Quién eres? Para
que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti
mismo?» Él contestó: - «Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el
camino del Señor”, como dijo el profeta Isaías.» Entre los enviados había
fariseos y le preguntaron: - «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el
Mesías, ni Elías, ni el Profeta?» Juan les respondió: - «Yo bautizo con agua;
en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al
que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.» Esto pasaba en Betania,
en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.
¿Lo conocemos?
El camino
del Adviento continúa el ciclo profético, pero con un aumento evidente de
intensidad en la espera. Ello prueba una vez más que la esperanza verdadera
poco tiene que ver con la pura pasividad, y que, por el contrario, es una
fuerza que nos pone en pie, en tensión activa hacia el futuro. De hecho, Juan,
el profeta de los nuevos tiempos, la voz, pero no la Palabra, el testigo fiel
de la luz, que no pretende ser él la luz, ni un protagonismo que sabe que no le
corresponde, ya no habla sólo de la cercanía del Mesías, sino de su presencia, si bien se trata todavía
de una presencia escondida: “entre vosotros hay uno que no conocéis.”
Podríamos
pensar que esto de que “no lo conocemos” no va con nosotros. Se puede aplicar a
los fariseos y las gentes de aquel tiempo que
no lo conocían aún, mientras
que nosotros, incluso al margen de que seamos muy o poco creyentes, muy o poco
practicantes, “ya sabemos de qué va esto”, ya sabemos quién tenía que venir, ya
lo hemos conocido.
Si pensamos
así, nos equivocamos de parte a parte y nos parecemos a esos fariseos y sus
enviados, que interrogaban a Juan, pero pensaban que ellos sí que sabían quién
había de ser el Mesías, cómo debía ser y actuar y, por eso, increpaban a Juan,
por hacer lo que, según ellos, no le correspondía. Esa manía de enmendarle la
plana a Dios y negarnos a estar abiertos a sus sorpresas (sabiendo además que
nosotros no podemos abarcarlo con nuestros pobres pensamientos y conceptos) es
una constante de la historia de la humanidad, de ayer, de hoy y de siempre. Es
curioso que esta especie de soberbia teológica nos iguala a creyentes y no
creyentes. Unos, porque pensamos que ya lo tenemos claro, sea por la
instrucción religiosa que tenemos, sea por la experiencia acumulada de años.
Otros, porque se elaboran una cierta idea de Dios, con frecuencia con
materiales de desecho, tomados de las peores expresiones de la religión, o de
ciertos reduccionismos propios del conocimiento científico, para declarar
después que Dios no existe. Algo, por cierto, de una extrema arrogancia, pues
para afirmar con seguridad, no sólo que Dios, sino que cualquier cosa no existe
hay que declarar la contradicción del concepto (algo que, desde luego, respecto
de Dios no es posible), o pretender saberlo absolutamente todo.
Pero Juan
nos avisa hoy, a todos nosotros, que
el que ha de venir ya está en medio de nosotros y que no lo conocemos. Es una
llamada a abrir los ojos, a despertar y a estar en vela.
Pero no
debemos entender este aviso de Juan sobre todo como una amenaza o un reproche.
El tono de este domingo de Adviento es la alegría: “Desbordo de gozo con el
Señor, y me alegro con mi Dios”, exulta el profeta Isaías; “Estad siempre
alegres”, nos exhorta Pablo. Estamos en el Domingo Gaudete, que sigue y
completa el tono de consolación del domingo pasado. Ciertamente, el que ha sido
consolado tiene motivos para estar alegre. Y si el consuelo era fruto de una
esperanza más o menos inminente, ahora la alegría lo es porque, si bien aún
invisible, el objeto de la esperanza ya se ha hecho presente. Así es siempre.
Aquello que nos ha mantenido vivos, despiertos, en vilo, la promesa que nos ha
permitido superar la dificultad, el dolor, ya está ahí, pero todavía no la
vemos. La presentimos, y eso alegra nuestro corazón. Es una alegría teñida de
esperanza, abierta al futuro inmediato, henchida de presentimientos. ¿No recuerda
el sentimiento intensísimo de la infancia en la tarde anterior y en la
madrugada de los Reyes Magos? Tras la noche, y ya al amanecer, tras esa puerta
cerrada esperaba un mundo mágico, pero aún invisible para nuestros ojos. Y, sin
embargo, la emoción de esa espera era tan intensa, si no más, que la alegría de
aquellos regalos llenos de una magia especial, del encanto del misterio de sus
donadores. Cuando uno espera encontrarse largo tiempo con una persona a la que
quiere, produce una sensación del todo especial el encontrarse ya en la ciudad
del encuentro, saber que esa persona está ahí, ya cerca, en algún sitio, aunque
todavía no puedes verla.
Sí,
realmente, la alegría que brota de la esperanza activa es un rasgo distintivo
de la vida cristiana. Es una alegría que nos pone en tensión y en movimiento,
que nos abre al futuro y nos prepara para sorpresas que no se pueden programar.
Tomamos nota de nuestra ignorancia, acogiendo lo que nos dice Juan, y
preparamos nuestro corazón para un nuevo encuentro con el que está en camino y
viene a nuestro encuentro. Eso de un “nuevo” encuentro debemos entenderlo en
sentido literal. No se trata de “un encuentro más”, “otro”, “uno de tantos”,
como tantas navidades o años nuevos que después envejecen rápidamente (no hay
ni que esperar doce meses). Aquí se trata de un nuevo encuentro, porque es un encuentro inédito, Jesús quiere
revelarnos nuevos aspectos que no conocíamos, profundidades que nos estaban
vetadas, dones para los que éramos todavía ciegos, también exigencias para las
que todavía no estábamos preparados. Es esta novedad verdadera la que hace tan
urgente que nos preparemos bien, que no dejemos que la rutina nos haga
insensibles “al que está ya cerca, en medio de nosotros, pero todavía no hemos
reconocido del todo”.
Pero la
alegría que se nos anuncia hoy no nos impide seguir viendo los aspectos
sombríos de nuestro mundo y, si es necesario, denunciarlos. Desde luego, la
condena no ha de ser el tono principal del mensaje cristiano, pero en nombre
del bien y de la luz no podemos dejar de señalar, a veces con energía, proféticamente
(como voz que grita en el desierto)
los males que impiden al hombre vivir de acuerdo con su dignidad y a Dios ser
la fuente inagotable de la misma. La alegría cristiana no es ingenua,
inconsciente, alienada. Si hablamos de una alegría que brota de la esperanza y
de una presencia que todavía no conocemos, estamos reconociendo que estamos en
camino y que no todo es “como debe ser”. Si aspiramos a la luz es porque hay
todavía oscuridad. No olvidemos que esta alegría ha seguido a un consuelo. Y
necesitamos el consuelo porque experimentamos el mal de múltiples formas, en
nosotros mismos y en los demás.
En el
pre-sentimiento alegre y esperanzado de una presencia real, que nos llama a un
encuentro renovado, a un conocimiento nuevo, a una mayor profundidad, a un amor
más auténtico, los cristianos tenemos que ser hoy también como Juan el
Bautista, testigos de la luz, que dicen al que quiera oírlo que Jesús ya está
entre nosotros, aunque no le (re)conozcamos, y que quiere encontrarse contigo.