PASCUA – DOMINGO III B
(18-abril-2021)
Jorge Humberto
Peláez S.J.
Acojamos el don de la paz que nos ofrece el Resucitado
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Lecturas:
o
Hechos
de los Apóstoles 3, 13-15. 17-19
o
I
Carta de san Juan 2, 1-5ª
o
Lucas
24, 35-48
ü
La
presencia del Señor resucitado en medio de la comunidad cristiana de Jerusalén
suscita todo tipo de reacciones: inspira, motiva, sorprende. Cuando leemos los
textos de este III domingo de Pascua, nos sentimos profundamente impactados:
o
Los
Hechos de los Apóstoles nos muestran a Pedro quien, en el atrio del templo, confronta
a su auditorio que lo escucha con interés.
o
En
su I Carta, el apóstol Juan subraya la misericordia y paciencia del Señor ante nuestras
debilidades.
o
El
evangelista Lucas nos describe los sentimientos que causa la presencia del
Resucitado en la reunión en la que los seguidores más cercanos de Jesús
escuchaban el testimonio de los discípulos de Emaús, que narraban el encuentro con
el Señor cuando iban de camino.
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Recordemos
que todos estos textos que leemos durante el tiempo litúrgico de Pascua nos permiten
conocer escenas de la Iglesia Apostólica, cuya vida giraba alrededor de la
experiencia de la Pascua. Los invito a recorrer estos tres pasajes del Nuevo Testamento.
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Empecemos
por la narración de los Hechos de los Apóstoles. El personaje es san Pedro, líder
de los Doce; y el escenario es el atrio del templo de Jerusalén. Allí se encontraban
los dirigentes religiosos que se habían aliado para matar a Jesús.
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Es
sorprendente la valentía de Pedro. Acude al lugar donde se reunían los enemigos
de su Maestro. Y no solo se hace presente, sino que pronuncia frases muy duras:
“Han repudiado al que era santo e inocente. Pidieron que (Pilato) les dejara en
libertad a un asesino y han dado muerte al que nos lleva a la vida”.
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Este
valiente discurso del apóstol Pedro en el atrio del templo, uno de los lugares más
concurridos de la ciudad santa, es un referente importantísimo para la acción evangelizadora
de la Iglesia. El apóstol Pedro habla de la Persona de Jesús, de su muerte y
resurrección. Esta es la afirmación más importante. Los evangelizadores de
todos los tiempos debemos dar a conocer esta realidad que cambió la historia
espiritual de la humanidad. Estamos ante una nueva creación.
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Como
vivimos en un ambiente cristiano y estamos escuchando estos textos del Nuevo Testamento
desde nuestra infancia, ya no nos sorprenden. Por eso es importante leer pausadamente
estas palabras de Pedro para comprender en profundidad el alcance de sus
afirmaciones.
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Pasemos
ahora a las reflexiones del apóstol Juan en su I Carta. Allí nos invita a profundizar
en esa tensión que existe en nuestro interior entre gracia y pecado, luz y
oscuridad. El apóstol nos muestra el ideal. Su exhortación nos señala la
novedad de vida que ofrece Jesús: “Hijitos míos, les escribo esto para que no
pequen”. Mediante el sacramento del bautismo hemos muerto al pecado y nacido a
una vida nueva.
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Sin
embargo, no podemos negar nuestra condición pecadora. La tentación es nuestra
compañera de viaje. A pesar de haber descubierto los tesoros del Reino, el
egoísmo y el orgullo siguen confundiendo nuestros juicios. Como los israelitas
rebeldes en medio del desierto, suspiramos por los ajos y cebollas de Egipto…
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¿Cómo
manejar esta tensión entre gracia y pecado, fidelidad y tentación, que nos
acompañará hasta el momento de la muerte? El apóstol Juan hace una bellísima
referencia al amor misericordioso de Dios: “Hijitos míos, les escribo esto para
que no pequen. Pero si alguien peca, tenemos un intercesor ante el Padre:
Jesucristo, el Justo. Él es víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no
solo por los nuestros sino por los del mundo entero”. ¡Definitivamente, donde abundó
el pecado, sobreabundó la gracia! Al reconocer nuestros pecados y debilidades,
no debemos caer en el pesimismo y la esperanza; recordemos la parábola del hijo
pródigo. Nuestro regreso a la casa paterna es motivo de fiesta.
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Vayamos
ahora al texto del evangelista Lucas, quien nos describe una escena muy emotiva
pues acababan de llegar los dos discípulos que se encontraron con el Señor
resucitado cuando se dirigían a Emaús. En medio de esta conversación tan
emotiva, se hace presente el Señor resucitado y los saluda: “Les traigo la
paz”. En esta crónica, vale la pena destacar dos aspectos: En primer lugar, los
sentimientos que muestran los discípulos;
en segundo lugar, las palaras del Señor.
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El
evangelista Lucas deja constancia de las emociones de los que se encontraban
reunidos: “se quedaron atónitos”; “pensaban que estaban viendo un fantasma”;
dudas; alegría; asombro; no podían creerlo.
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Las
palabras de Jesús tienen un profundo significado:
o
“Les
traigo la paz”. Es el saludo que repite el Señor en cada una de las apariciones
pascuales. ¿Por qué la paz? Porque han sido vencidos el pecado y la muerte, y
la humanidad ha sido reconciliada con Dios. Ciertamente, la vida está llena de
incertidumbres, pero la resurrección de Cristo da una fuerza infinita a las
palabras del Salmo 23: “Aunque pase por cañadas oscuras, no temeré ningún
peligro, porque tú estás conmigo; tu bastón y tu cayado me dan seguridad”.
o
“Miren
mis manos y mis pies: ¡soy yo en persona. Tóquenme y verán: un fantasma no
tiene carne y huesos, como ven que tengo yo”. ¿Cuál es el significado de estas
palabras de Jesús? Es la afirmación de la identidad entre el Jesús histórico,
aquel que anunció el Reino en las sinagogas y plazas de Tierra santa, y el Señor
resucitado. No son dos seres distintos. Ahora bien, se trata del Señor resucitado.
No es que haya regresado a este mundo espacio-temporal, como sucedió cuando
Lázaro resucitó. Es el mismo Jesús, pero en estado diferente. Ha sido
glorificado. ¿Será posible expresar esta consoladora realidad con palabras más
precisas?
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Que
la meditación que hacemos en este III domingo de Pascua fortalezca nuestra fe
en el Señor resucitado y nos comunique esa paz profunda que tanta falta nos
hace en estos tiempos de incertidumbre.