D OMINGO LA 28 ª SEMANA DE T IEMPO O RDINARIO (A)
PRIMERA LECTURA
El Señor preparará un festín, y enjugará las lágrimas de todos los rostros
Lectura del libro de Isaías 25, 6-10a
Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un
festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los
pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas
de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el país. -Lo ha dicho el Señor-. Aquel día se dirá: «Aquí
está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación. La mano del Señor se
posará sobre este monte.»
Sal 22, 1-6 R. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara
mis fuerzas. R. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada
temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. R. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. R. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi
vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término. R.
SEGUNDA LECTURA
Todo lo puedo en aquel que me conforta
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 4, 12-14. 19 20
Hermanos: Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia
y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mi tribulación. En
pago, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su espléndida riqueza en Cristo
Jesús. A Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
EVANGELIO
A todos los que encontréis, convidadlos a la boda
Lectura del santo evangelio según san Mateo 22, 1-14
En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del
pueblo: -«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a
los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: "Tengo
preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda." Los convidados no
hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los
maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron
fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: "La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a
los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda." Los criados salieron a los caminos y
reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró
a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin
vestirte de fiesta?" El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: "Atadlo de pies y manos y arrojadlo
fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes." Porque muchos son los llamados y pocos los
escogidos.»
¡Venid a la fiesta!
Son muchos los que identifican la fe cristiana con un sistema de rígidas exigencias morales, con un
modo de vida encorsetado en prohibiciones y obligaciones… Entre los que así piensan se encuentran
creyentes y no creyentes. Los primeros se pueden enorgullecer de tratar de llevar una vida tan
exigente, o bien, pueden aceptar privaciones como un mal necesario para alcanzar la vida eterna.
Los otros, como es natural, consideran que el cristianismo es enemigo de la vida y de sus alegrías y
no pueden sencillamente, no sólo ya aceptarlo, sino ni siquiera entenderlo.
Sin embargo, el Evangelio de hoy nos dice que Jesús entendía su propuesta de un modo muy
diferente. Se trata, ni más ni menos, que de la invitación a una fiesta. Y no a una fiesta cualquiera,
sino a una de las que hacen época: la fiesta de bodas del hijo del rey, adornada con las mejores
galas, repleta de manjares suculentos, de terneros y reses cebadas, regada por vinos de solera, vinos
generosos…
Tenemos que reconocer que nosotros mismos los creyentes nos encargamos a veces de ocultar y
tapar el sentido festivo de la fe: cuando la vivimos sin entusiasmo y la celebramos sin alegría.
Nuestro modo de vida y nuestra forma de celebración no suenan, al menos en muchas ocasiones, al
grito jubiloso y apremiante de los criados del rey: “¡Venid a la fiesta!” Afortunadamente no siempre
es así, pero es verdad que muchos encuentran en nosotros un rostro adusto, poco amable, poco
atractivo. La liturgia, que es y debe ser ante todo un banquete, una fiesta, resulta con frecuencia algo
desangelado y carente del más elemental gusto estético.
En Jerusalén, con todos los indicadores en su contra, Jesús vuelve a formular su anuncio como una
buena noticia, como el anuncio de un acontecimiento festivo, como la celebración de unas nupcias.
Se trata del cumplimiento, por fin, de lo que Israel anheló y esperó durante siglos, lo que los profetas
anunciaron de manera vivísima, como hoy el profeta Isaías, como una extraordinaria voluntad divina
de salvación, sanación, consuelo y vida. Jesús ha anunciado el cumplimiento de las promesas
mesiánicas de múltiples modos, ha realizado innumerables signos que hablaban de que ese
cumplimiento se realizaba en su persona, de que en Él el Reino de Dios se había hecho ya presente y
cercano. Se trata, en efecto, de una boda: el desposorio definitivo de Dios con su pueblo y, por
medio de él, con la humanidad entera. Es en Cristo mismo en el que se realiza este desposorio
definitivo y último: el pleno encuentro entre Dios y el hombre.
La respuesta, aunque positiva en un pequeño resto, ha sido por lo general decepcionante:
indiferencia por parte de muchos, desprecio por parte de otros, y también abierta oposición, hasta la
violencia y las amenazas de muerte.
Es en medio de esta situación de fracaso y rechazo en el que Jesús hace una última llamada a su
pueblo, advirtiéndole de que desoírla es desoír (desairar) a Dios, con lo que el pueblo elegido pierde
su razón de ser. Podría pensarse que Jesús hace esta llamada con un ánimo deprimido, pues ya
presumía el final trágico de esta postrera llamada: “echaron mano a los criados y los maltrataron
hasta matarlos”. Sin embargo, el rechazo de la invitación por parte de aquellos que, en primer lugar,
deben participar en ella, no puede aguar la fiesta. Si bien Jesús es consciente de las consecuencias
dramáticas que ese rechazo va a tener para su propio destino humano, sabe también que ahí mismo
se abren perspectivas nuevas y benéficas para muchos. Si el pueblo sacerdotal, mediador entre Dios
y los hombres, no cumple su función, el plan de Dios no se va a frustrar, seguirá adelante a partir del
pequeño resto que sí ha aceptado el mensaje del Maestro de Nazaret y lo ha reconocido como el
Cristo. Ellos son los criados que salen a los caminos e invitan a todos sin excepción, buenos y
malos. Vinos y manjares suculentos están preparados y no se echarán a perder. Son los muchos
dones que Dios no hace, la abundancia de bienes de los que nos quiere hacer partícipes: el
desposorio del hijo de Dios con la humanidad es una fiesta de la que participamos no como meros
espectadores, sino como activos actores: la filiación divina, la posibilidad de comunicarnos con Dios
por medio de su Palabra hecha carne y rostro, de convertirnos en sus amigos, de inaugurar entre
nosotros, bañados en las aguas bautismales y partícipes del banquete eucarístico, relaciones nuevas,
de hermanos.
Ahora bien, la historia que sucedió entonces puede volver a repetirse ahora: también nosotros
podemos hacernos los remolones, anteponer otros intereses “nuestros”, más mezquinos, despreciar
la llamada, o no responder a ella con la dignidad que se merece. Porque es verdad que la invitación
es un don, pero como requiere de nuestra respuesta, es también responsabilidad. A esto se refiere el
inquietante episodio final del que entró a la fiesta sin el traje adecuado (que, al parecer, según las
costumbres antiguas, proporcionaba el mismo anfitrión). Es verdad que en la invitación no hay
filtros: todos están llamados, buenos y malos. Pero aceptar la invitación significa lavarse con el agua
del bautismo, revestirse de una nueva condición, iniciar un camino de vida. Es una suerte que te
inviten a una fiesta, pero todos sabemos que uno no puede presentarse en ella de cualquier manera.
Es aquí, sólo aquí, en donde tienen lugar las exigencias, que, sin duda, también existen, pero que no
comparecen más que tras la invitación a participar de la fiesta, tras el anuncio a participar de la
gracia, pero que no podemos despreciar ni banalizar. Lo que celebramos festivamente y con alegría
es algo muy serio. Y es que la alegría de una fiesta de bodas no es algo que pueda tomarse a broma.
Por eso hay que vestirse de la manera adecuada. Fortalecidos por este banquete continuamente
repetido, podemos afrontar además las adversidades de la vida, como nos enseña hoy Pablo, que
supo aceptar a tiempo la invitación a la fiesta y así, revestido de su nueva condición, salió a los
caminos del mundo a gritar por doquier “¡venid también vosotros a la fiesta!” Y esa es, en esencia,
la vocación de todo cristiano: invitados que saben ser también servidores y van diciendo con sus
palabras y su modo de vida a todo el mundo, a buenos y malos, “¡venid a la fiesta!”