XXVIII DOMINGO T.ORDINARIO
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Acepto o rechazo tu invitación
El cristianismo, antes que un conjunto de verdades a creer o unos principios de
moral a observar, es una historia de amor, un proyecto nupcial. Tenerlo en cuenta
mejoraría nuestra concepción de la fe y, sobre todo, nuestra manera de
relacionarnos con Dios. Las relaciones de Dios con la humanidad se definen de un
extremo a otro de la Biblia en términos de alianza. Por eso, la imagen de las bodas
atraviesa como una columna vertebral toda la Sagrada Escritura.
Una boda es siempre un acontecimiento importante. En el mundo hebraico era la
fiesta por excelencia. Y lo era no sólo porque los festejos se prolongaban durante
varios días, sino porque se trataba de lo más bello y más grande que los hombres
podían celebrar: el amor y la vida. El banquete era la expresión del gozo
compartido.
De bodas va la parábola que escuchamos en el evangelio de este domingo: Un rey
que celebra los desposorios de su hijo e invita a sus amigos a participar en el
acontecimiento. Si recibiéramos una invitación así, seguro que nos sentiríamos tan
honrados que correríamos a contárselo a nuestros vecinos.
El que invita en este caso es Dios mismo. Invita a participar en el desposorio de su
Hijo con la humanidad: En Jesús, Dios se ha hecho lo que somos para hacernos
partícipes de lo que Él.
Dios, que para llevar adelante sus proyectos cuenta siempre con el hombre, eligió
al pueblo de Israel para, desde él, hacer llegar su mensaje a todos los pueblos. Por
eso, los miembros del pueblo elegido eran los primeros destinatarios de la
invitación.
Seguimos el relato: Cuando se acerca la fecha de la boda, el rey envía a sus criados
con la invitación: “Venid a la fiesta, todo está preparado”. Pero ¡qué decepción! No
se dan por enterados. Por eso envía de nuevo a los criados con el mismo recado.
Los invitados, dice el texto, siguieron sin enterarse o sin querer enterarse,
amparándose en las más variopintas excusas: Unos se tenían que ir al campo,
otros, a sus negocios. Incluso hubo invitados que cogieron a los criados y los
maltrataron hasta darles muerte.
Probablemente la narración se redacta sobre el rechazo de la fe por parte de la
sinagoga y sobre la experiencia de las primeras persecuciones contra los cristianos
dentro del ámbito judío. Y es importante el contexto polémico en que seguramente
Jesús la pronunció, pocos días antes de su pasión, cuando su muerte estaba ya
decidida en la sombra por los jefes del pueblo. Las bodas de amor acabarían siendo
bodas de sangre. La sangre que rubricaría un amor sin medida, “sangre de la nueva
y eterna alianza”.
La descripción de los invitados es curiosa y actual. El texto distingue dos clases: Los
negligentes, aquellos de los que se ha apoderado la indiferencia o priorizan otros
intereses, actividades o gustos inmediatos y aquellos que rechazan
conscientemente, hasta de manera violenta la invitación, como si les estorbara a
sus planes y proyectos.
Seguro que, entre nosotros, escucharíamos excusas parecidas no sólo para no
participar en la Eucaristía dominical, sino para excusarnos del compromiso social
con los pobres. “Es mi día de caza”. “Tengo partido de tenis”. “Hay que ir al
supermercado”. “Que en vez de pedir, trabajen como…”. No te digo si preguntas a
un joven que ha pasado la noche en la discoteca o de botellón. Y tampoco faltarían
las respuestas agrias y violentas. Preguntadles a los jóvenes de la JMJ.
Entonces el amo dijo a sus servidores: “El banquete está preparado. Salid a los
caminos, y a todos los que encontréis invitadlos a la boda. Y la sala del banquete se
llenó de convidados”.
Decía que en el trasfondo de la redacción está, sin duda, el rechazo de la fe por
parte de la sinagoga, quizá también la destrucción de Jerusalén en el año 70 y la
expansión misionera con nuevos y variopintos discípulos que, provenientes, en
general, de los más bajos estratos sociales, han comenzado a formar pequeñas
comunidades cristianas. El final del relato, tan desconcertante, bien pudiera aludir a
quienes, entusiasmados con el evangelio, se han decidido a participar en la boda,
han entrado en las comunidades, pero, luego, no llevan traje de fiesta , no se han
revestido del hombre nuevo. ¿Podría aplicarse hoy a quienes piden sacramentos
más por costumbre social que por el sentido hondo de lo que se celebra? Hoy, en
bodas y comuniones, no faltan los trajes vistosos, pero cuántas veces la fiesta ni
siquiera toca la periferia del alma.
La invitación de Dios sigue siendo actual. A cada uno nos ha escrito una carta de
amor. ¿Somos conscientes de que hay un sitio preparado para nosotros en el
servicio al reino de Dios, en la mesa de la Eucaristía, en el servicio de la caridad?
Nuestra Iglesia vuelve a oír hoy: “¡Salid a los cruces de caminos, y a todos los que
encontréis invitadlos!” . No vamos con una imposición, sino con una Buena Noticia y
una invitación. Y que quienes hemos aceptado la invitación no olvidemos el “vestido
de la fiesta”.