Comentario al evangelio del Domingo 09 de Octubre del 2011
¡Venid a la fiesta!
Son muchos los que identifican la fe cristiana con un
sistema de rígidas exigencias morales, con un modo de vida encorsetado en prohibiciones y
obligaciones… Entre los que así piensan se encuentran creyentes y no creyentes. Los primeros se
pueden enorgullecer de tratar de llevar una vida tan exigente, o bien, pueden aceptar privaciones como
un mal necesario para alcanzar la vida eterna. Los otros, como es natural, consideran que el
cristianismo es enemigo de la vida y de sus alegrías y no pueden sencillamente, no sólo ya aceptarlo,
sino ni siquiera entenderlo.
Sin embargo, el Evangelio de hoy nos dice que Jesús entendía su propuesta de un modo muy diferente.
Se trata, ni más ni menos, que de la invitación a una fiesta. Y no a una fiesta cualquiera, sino a una de
las que hacen época: la fiesta de bodas del hijo del rey, adornada con las mejores galas, repleta de
manjares suculentos, de terneros y reses cebadas, regada por vinos de solera, vinos generosos…
Tenemos que reconocer que nosotros mismos los creyentes nos encargamos bien a veces de ocultar y
tapar el sentido festivo de la fe: cuando la vivimos sin entusiasmo y la celebramos sin alegría. Nuestro
modo de vida y nuestra forma de celebración no suenan, al menos en muchas ocasiones, al grito
jubiloso y apremiante de los criados del rey: “¡Venid a la fiesta!” Afortunadamente no siempre es así,
pero es verdad que muchos encuentran en nosotros un rostro adusto, poco amable, poco atractivo. La
liturgia, que es ante todo un banquete, una fiesta, es con frecuencia algo desangelado y carente del más
elemental gusto estético.
En Jerusalén, con todos los indicadores en su contra, Jesús vuelve a formular su anuncio como una
buena noticia, como el anuncio de un acontecimiento festivo, como la celebración de unas nupcias. Se
trata del cumplimiento, por fin, de lo que Israel anheló y esperó durante siglos, lo que los profetas
anunciaron de manera vivísima, como hoy el profeta Isaías, como una extraordinaria voluntad divina
de salvación, sanación, consuelo y vida. Jesús ha anunciado el cumplimiento de las promesas
mesiánicas de múltiples modos, ha realizado innumerables signos que hablaban de que ese
cumplimiento se realizaba en su persona, de que en Él el Reino de Dios se había hecho ya presente y
cercano. Se trata, en efecto, de una boda: el desposorio definitivo de Dios con su pueblo y, por medio
de él, con la humanidad entera. Es en Cristo mismo en el que se realiza este desposorio definitivo y
último: el pleno encuentro entre Dios y el hombre.
La respuesta, aunque positiva en un pequeño resto, ha sido por lo general decepcionante: indiferencia
por parte de muchos, desprecio por parte de otros, y también abierta oposición, hasta la violencia y las
amenazas de muerte.
Es en medio de esta situación de fracaso y rechazo en el que Jesús hace una última llamada a su
pueblo, advirtiéndole de que desoírla es desoír (desairar) a Dios, con lo que el pueblo elegido pierde su
razón de ser. Podría pensarse que Jesús hace esta llamada con un ánimo deprimido, pues ya presumía
el final trágico de esta postrera llamada: “echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos”.
Sin embargo, el rechazo de la invitación por parte de aquellos que, en primer lugar, deben participar en
ella, no puede aguar la fiesta. Si bien Jesús es consciente de las consecuencias dramáticas que ese
rechazo va a tener para su propio destino humano, sabe también que ahí mismo se abren perspectivas
nuevas y benéficas para muchos. Si el pueblo sacerdotal, mediador entre Dios y los hombres, no
cumple su función, el plan de Dios no se va a frustrar, seguirá adelante a partir del pequeño resto que sí
ha aceptado el mensaje del Maestro de Nazaret y lo ha reconocido como el Cristo. Ellos son los criados
que salen a los caminos e invitan a todos sin excepción, buenos y malos. Vinos y manjares suculentos
están preparados y no se echarán a perder. Son los muchos dones que Dios no hace, la abundancia de
bienes de los que nos quiere hacer partícipes: el desposorio del hijo de Dios con la humanidad es una
fiesta de la que participamos no como meros espectadores, sino como activos actores: la filiación
divina, la posibilidad de comunicarnos con Dios por medio de su Palabra hecha carne y rostro, de
convertirnos en sus amigos, de inaugurar entre nosotros, bañados en las aguas bautismales y partícipes
del banquete eucarístico, relaciones nuevas, de hermanos.
Ahora bien, la historia que sucedió entonces puede volver a repetirse ahora: también nosotros podemos
hacernos los remolones, anteponer otros intereses “nuestros”, más mezquinos, despreciar la llamada, o
no responder a ella con la dignidad que se merece. Porque es verdad que la invitación es un don, pero
como requiere de nuestra respuesta, es también responsabilidad. A esto se refiere el inquietante
episodio final del que entró a la fiesta sin el traje adecuado (que, al parecer, según las costumbres
antiguas, proporcionaba el mismo anfitrión). Es verdad que en la invitación no hay filtros: todos están
llamados, buenos y malos. Pero aceptar la invitación significa lavarse con el agua del bautismo,
revestirse de una nueva condición, iniciar un camino de vida. Es una suerte que te inviten a una fiesta,
pero todos sabemos que uno no puede presentarse en ella de cualquier manera. Es aquí, sólo aquí, en
donde tienen lugar las exigencias, que, sin duda, también existen, pero que no comparecen más que
tras la invitación a participar de la fiesta, tras el anuncio a participar de la gracia, pero que no podemos
despreciar ni banalizar. Lo que celebramos festivamente y con alegría es algo muy serio. Y es que la
alegría de una fiesta de bodas no es algo que pueda tomarse a broma. Por eso hay que vestirse de la
manera adecuada. Fortalecidos por este banquete continuamente repetido, podemos afrontar además las
adversidades de la vida, como nos enseña hoy Pablo, que supo aceptar a tiempo la invitación a la fiesta
y así, revestido de su nueva condición, salió a los caminos del mundo a gritar por doquier “¡venid
también vosotros a la fiesta!” Y esa es, en esencia, la vocación de todo cristiano: invitados que saben
ser también servidores y van diciendo con sus palabras y su modo de vida a todo el mundo, a buenos y
malos, “¡venid a la fiesta!”
José María Vegas, cmf