XXIX DOMINGO T.ORDINARIO
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Sin respeto a Dios no hay dignidad para el hombre
El contexto en que Jesús vivió era explosivo. La poderosa bota de Roma oprimía al
pueblo judío provocando un malestar y una resistencia creciente. Había grupos
radicales, los celotes , que se oponían incluso con violencia a la ocupación romana e
invitaban a la gente a que se negara a pagar los impuestos. Había, como siempre
pasa, los colaboracionistas, los herodianos , que se apoyaban en el pode romano
para conservar sus privilegios. Y había quienes nadaban entre dos aguas; eran los
fariseos , que habían llegado a un entente con tal de mantener una cierta libertad
religiosa.
En este caso, fariseos y herodianos se ponen de acuerdo para tender a Jesús una
trampa, probablemente con la intención de poder detenerlo. Lo hacen de una
manera tan insidiosa y sutil que el halago tiene el corte de una daga afilada.
“Maestro, nosotros sabemos que tú enseñas siempre la verdad, que eres hombre
sincero que muestras el verdadero camino hacia Dios, que no te dejas influenciar
por nadie, porque no haces diferencias entre la gente . Dinos: ¿Es lícito pagar
tributo al Cesar, sí o no?”. La pregunta, diabólica, quemaba por ambos extremos,
porque, según fuera la respuesta, les daría motivos para acusar a Jesús o bien de
rebelde contra Roma, o bien de enemigo del pueblo, de un pueblo esquilmado por
el poder invasor con impuestos y cargas insoportables. La cosa no tenía vuelta de
hoja. Cualquier opción que tomara, a derecha o a izquierda, le comprometía.
Es admirable cómo Jesús desenmascara la hipocresía de los interlocutores. Pide que
le muestren una moneda. Se trataba de un denario de plata, que llevaba grabada la
cabeza de Tiberio con una inscripción en que se le reconocía un carácter divino,
como signo de soberanía absoluta.
“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” , les dice Jesús. En la
respuesta se invita explícitamente a tener en cuenta a la autoridad establecida y a
respectar sus derechos. Pero, a la vez, la contestación de Jesús introduce una
distinción revolucionaria en el mundo antiguo: desacraliza la política y el poder al
afirmar que el César es César, pero que no es Dios.
Hoy sabemos muy bien a qué extremos puede llevar el poder de este mundo
cuando pretende erigirse en poder absoluto, suplantando incluso a Dios. Benedicto
XVI, en su reciente visita a Alemania, se refirió Hitler como a un “ídolo pagano que
pretendió sustituir al Dios bíblico, creador y padre. Y cuando no se respeta a ese
Dios único, también se pierde el respeto por la dignidad del hombre”. La
consecuencia fue la más abominable negación de los derechos humanos.
El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios lleva, por eso mismo, esculpida
en su ser la efigie divina antes de que el César esculpiera la suya en las monedas.
La afirmación de Dios como Dios es la salvaguarda y garantía más sólida de la
dignidad de cada hombre y, muy especialmente, de aquellos que no son útiles ni
rentables para la vida productiva, social o económica: los indigentes, los ancianos,
los niños no nacidos o los enfermos incurables.
El texto que venimos comentando es un texto luminoso, del que, a veces, hemos
hecho una lectura sesgada. Arrastramos una inveterada tendencia a los
reduccionismos: para afirmar el valor del cuerpo nos cargamos el espíritu; para
valorar el cielo despreciamos la tierra. Y viceversa. Esta manera de distorsionar la
realidad nos atraído no pocos quebraderos de cabeza.
Esa distorsión se da cuando el texto se interpreta como un reconocimiento al poder
político de una suerte de autonomía casi absoluta, o como si Jesús pidiese a sus
seguidores no tomar parte en los asuntos temporales despreciando las realidades
cívicas o políticas. Jesús no pretende dividir la realidad en compartimentos
estancos, como si los cristianos pudieran ignorar la realidad política, como si la
religión debiera encerrarse en los templos, sin pretender influir en la calle, la
ciudad, la familia, las leyes...
Hoy a algunos les resulta tolerable la presencia de la Iglesia mientras se limite a
impartir sacramentos, incluso puede manifestarse en la calle siempre que se trate
de conservar tradiciones y costumbres. Hasta se valoran positivamente
determinadas instituciones de Iglesia promotoras de servicios sociales, sobre todo
si se presentan en sociedad como exclusivamente humanitarias, no portadoras de
elementos religiosos y transcendentes.
Afirmar a un Dios trascendente, que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza,
dotado por tanto de un valor, una dignidad y unos derechos fundamentales
anteriores incluso a los Estados y a sus ordenamientos jurídicos positivos, puede
resultar molesto, sobre todo cuando se pretende que el consenso o las decisiones
de las mayorías parlamentarias sean la fuente última y exclusiva de los
ordenamientos y, por tanto, del bien y del mal. Ya nos gustaría que fuera verdad lo
de las mayorías. Muy frecuentemente son grupos minoritarios lo que, por su
condición de bisagra, acaban imponiéndose.
Los seguidores de Jesús, como ciudadanos que somos, tenemos también el derecho
y el deber de hacer nuestra propia aportación a lo que entendamos que es el bien
de la persona humana y de la sociedad, siempre que lo hagamos sin otra fuerza
que la de la verdad misma.