XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
“DEL AMOR DEPENDEN LA LEY Y LOS PROFETAS” (Mt. 22, 40)
La liturgia de hoy nos introduce en el centro de la vida cristiana y en el fundamento de toda la
ley y los profetas: el misterio del “amor”, el gran mandamiento del amor a Dios y al prójimo. La
primera lectura tomada del libro del Éxodo (Ex. 22, 20-27) nos da a conocer, en el pensamiento
de Dios, como debe ser el actuar del hombre frente al prójimo especialmente los más
desvalidos, extranjeros, viudas, huérfanos, los más pobres. Ellos a quienes nadie los defiende,
son para el Señor, no solamente sus defendidos, sino también los amados por Él con un amor
de predilección y por eso nos instruye diciéndonos que para amar a Dios, debemos cuidarlos y
amarlos, no sólo como un consejo de no hacerles a ellos lo que no queremos que nos hagan a
nosotros. La fuente de este precepto del libro del Éxodo está tomado del libro del Levítico,
“ama a tu prjimo como a ti mismo” (Lv.19,18) . El libro del Exodo (22,26) nos muestra la razn
de estos preceptos, que trascienden lo humanitario, Dios cuida a los atribulados, escucha su
clamor y es “compasivo con ellos”. Es pues el amor un tema muy importante como sustento de
la Ley; pero adquiere una fuerza singular, y más se hace centro de la vida, a través de las
enseñanzas y el testimonio mismo de Nuestro Señor en el Nuevo Testamento. Por eso no
carece de importancia el diálogo entre Jesús y el doctor de la ley: son dos los preceptos y así
los dice el Señor, toma uno del Levítico 19,18 “amarás al prjimo como a ti mismo” y otro del
Deuteronomio 6,5 “amarás al Seor tu Dios, con todo tu corazn, con toda tu alma y con toda
tu fuerza”. Lo novedoso está en que el Señor los funde en uno solo y afirma que “ellos
sostienen toda la ley y los profetas” (Mt. 22,40).
Nosotros los cristianos sabemos que no podemos amar a Dios sin amar a nuestro prójimo y
que en este precepto se encuentra la radicalidad de la vida cristiana y la grandeza de toda la
existencia humana hasta el fin, pues como dice San Juan de la Cruz: “al final de la vida te
examinarán en el amor”. Este amor que trasciende toda categoría humana, todo deseo
humano, amor que viene de Dios, nos traspasa el corazón, nos saca de nosotros mismos, nos
engrandece en el encuentro con el hermano y nos funde en el corazón de Dios, de quien
procede, transformando e iluminando toda la vida humana.
Todos los cristianos nos convertimos en discípulos y misioneros de la vida de Jesucristo y por
eso en nuestros corazones deben golpear las palabras de Jesús a sus discípulos: “ámense
como yo los he amado, si se aman los unos a los otros, todos reconocerán que son mis
discípulos” (Jn. 13, 34-35). Y sólo podemos entender el ser discípulos de Cristo en el amor,
amor que no se significa con ninguno de los términos que humanamente empleamos en la vida
cotidiana, pues el manifiesta la generosidad desinteresada y oblativa, no encierra otra razón en
la vida del hombre que su propio ejercicio, que al ejercitarlo produce un gozo tan intenso, que
supera todas las categorías humanas, que ni siquiera es posible su comprensión, vivir en el
amor cristiano, es vivir en para Dios. ¿Podemos acaso comprender el amor de Dios tan grande
para con la humanidad y tan intenso para con Jesús, que se manifiesta en la entrega de Jesús
en la Cruz?” ¡Tanto am Dios al mundo!
¿Cómo entender en nuestro mundo la entrega de Teresa de Calcuta, desprendida totalmente
de sí, amando y sirviendo a los otros, sumidos entre el dolor y la miseria humana, sólo por
amor a Jesucristo? Es el amor de Dios por la humanidad, manifestado en plenitud en la Cruz,
el que llama a los hombres a embarcarse en la aventura del amor cristiano el que los lleva por
un camino que sólo encuentra en Dios su final y su plenitud y nada en la tierra podrá al hombre
que experimenta esta gracia, separarlo del amor de Cristo (Rom. 8,31-39).
Nuestra misión como transformadores del mundo será amar sin restricciones, como Cristo nos
amó, hasta el fin. Solamente así podremos implantar el evangelio en este mundo, construyendo
por el amor una cultura de la vida que despierte en el corazón humano sentimientos de
trascendencia en la solidaridad, en la justicia y en la paz.
Que María, la Virgen Madre, interceda para que nos conceda la gracia de poder amar.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo Puerto Iguazú