¿cómo entonces no saben discernir el tiempo presente?”
Lc 12, 54-59
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
LA VERDADERA ORIGINALIDAD DEL CREYENTE
Pocas páginas como la que nos propone hoy san Pablo son capaces de expresar con
un carácter más incisivo el drama que se consuma en el interior de cada creyente.
Así es, porque la lucha entre el bien y el mal no se desarrolla sólo fuera de
nosotros, sino que llega hasta el interior de cada uno. El hombre se presenta
despedazado en lo profundo de su ser entre la atracción del bien, por el que se
siente irresistiblemente fascinado como la verdadera patria de su corazón, y del mal
que le asedia, le rodea y le seduce con mil apariencias atractivas. Pablo, intérprete
capacitado de este trasiego, llega a exclamar: “Desdichado de mí”, y a sentir
todavía con más fuerza el deseo de una paz que aplaque toda disidencia.
Ahora bien, el apóstol no se detiene aquí. Va más allá y nos señala la verdadera
originalidad del creyente: a él se le concede mirarse y examinarse no bajo un cielo
vacío e implacable, sino bajo la mirada de Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo.
Sería desesperante tomar conciencia sólo de nuestros propios desgarros. El hombre
de fe advierte con mayor agudeza el drama de su estar dividido, desganado, pero
sabe también que hay remedio para todo esto, porque ya no está solo. Jesús,
nuestra paz, ha venido a ponerse en el corazón de nuestra aventura humana, para
que hasta en el fondo del abismo podamos sentirnos como hijos amados. El
cristiano, si bien experimenta de una manera muy dolorosa su ser pecador, sabe
también que ésta no es la última palabra sobre su condición. En consecuencia,
puede y debe dejar brotar de su corazón una plena acción de gracias, porque toda
nuestra vida es ahora eucaristía al Padre por medio de Jesucristo.
ORACION
Piedad, Señor, por mi pereza a la hora de satisfacer las necesidades ajenas; por mi
superficialidad, que no es capaz de percibir el llanto de los pobres; por mi tranquilo
vivir frente a injusticias incómodas; por tantas palabras inútiles, que se han
quedado como vocablos sin corazón.
Piedad, Señor, por mi orgullo, incapaz de juicios imparciales; por mi intromisión,
que ha arrebatado a otros su espacio vital; por haberme servido de las ideas de los
otros para manifestar sus debilidades; por haber sido un censor rígido de los fallos
ajenos y olvidar los míos de una manera culpable.
Piedad, Señor, por mis infidelidades cotidianas, por mi ingratitud que ha tomado
por descontado todo bien, por mi presunción intolerante frente a la
desaprobación, por haber pasado junto a quien estaba solo sin hacerme su prójimo.
Piedad pido a la humanidad, y a ti, Señor, la libertad.