XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Gratuidad y responsabilidad
En esta última semana se percibe como una nueva ola de pánico en el mundo
entero y particularmente en Europa. La tan cacareada crisis se agudiza, los
gobiernos están cayendo, en Grecia, Italia…, o están a las puertas del cambio en
España, la vieja Europa se resquebraja con su euro y parece que todo el mundo
está endeudado hasta los ojos y casi en quiebra. Se califica de “crisis económica” a
la crisis del sistema financiero, a la caída de las bolsas, al derrumbamiento del
neocapitalismo salvaje vigente en el mundo, etc. El sentido originario y etimológico
del término “eco-nomía” nos remite a la administración de la casa. Pero ahora la
casa cuya administración hay que analizar es la del planeta tierra y la de la familia
humana que habita en ella. En esta familia convivimos siete mil millones de
personas y de manera más o menos directa y cercana todos experimentamos los
grandes sufrimientos de las tres cuartas partes de la población mundial: los
hambrientos, los emigrantes, los que no pueden conseguir trabajo, los niños de la
calle, todas las víctimas de la injusticia social, de la desigualdad económica, de la
explotación laboral, de la violencia y de la pobreza estructural en la que está
sumida la mayor parte de la humanidad. Cada día se nos mueren de pobres
cuarenta mil hermanos, de los cuales dieciséis mil son los más pequeños, los niños.
No olvidemos que todos ellos, los últimos, también son hermanos nuestros,
hermanos de la misma familia y en la misma casa, que todos debemos administrar
muy bien.
Hay dos parábolas hacia el final del evangelio de Mateo que pueden ayudar a la
reflexión. La parábola de la comparecencia de todas las naciones ante el Hijo del
Hombre (Mt 25,31-46) revela que en el mensaje de Jesús la relación de fraternidad
con los más pobres del mundo, con los necesitados y marginados es el gran vínculo
de la familia humana. La justicia a la que apela el primer evangelio se fundamenta
en la identificación plena de Jesús Resucitado con todo ser humano sumido en el
sufrimiento por carecer de los bienes y derechos humanos más básicos y en la
consideración como hermanos suyos de todos ellos sólo por el mero hecho de ser
víctimas.
Y ésa puede ser la clave para comprender también hoy la parábola anterior, la de
los talentos (Mt 25, 14-30), según la cual un hombre, al irse de viaje, dio sus
bienes a sus siervos, a uno cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual
según su capacidad. Cuando regresó, arregló cuentas con ellos. Los dos primeros
habían duplicado los talentos y, por ser fieles y buenos, pasaron a la alegría de su
señor. Pero el tercero, el que sólo había recibido un talento tuvo miedo a la
exigencia de su señor y lo escondió en la tierra, impidiendo así todo tipo de avance
y desarrollo de los bienes recibidos. A éste se le quitó lo que tenía y, por ser un
siervo malo y holgazán quedó fuera de la alegría de su señor.
Esta parábola no es tanto un elogio de la productividad, cuanto una llamada
exigente a la responsabilidad, pues no importa mucho la cantidad resultante al
saldar las cuentas sino el talante de trabajo, el valor del riesgo y el sentido de la
actividad, como expresión de una mística de servicio y responsabilidad en la
convicción de que todo lo que se recibe y de lo que se dispone es un don de Dios y
que, al final, ante él ha de responder todo ser humano. Por ello el premio es el
mismo para todo aquel que sea fiel, un premio no cuantitativo ni compensatorio de
la cantidad producida sino cualitativo y desbordante: entrar en la alegría del Señor.
Sin embargo, para quien vive bajo el miedo estéril, para quien sólo busca
egoístamente su seguridad personal, ni siquiera lo que ha recibido le permite vivir
en un gozo auténtico, pues no ha entrado en esa mística de la gratuidad, del
servicio y de la responsabilidad.
La gratuidad implica un talante profundo que permite comprender todas las
realidades básicas como auténticos dones. Por eso la misma vida biológica, desde el
origen del embrión humano hasta el último aliento vital, la libertad, la dignidad, son
dones y porque son tales, se reconocen después como derechos inalienables.
También las capacidades personales, los recursos disponibles y las posibilidades de
desarrollo son dones recibidos por los que se debe dar gracias, y los creyentes lo
hacemos agradeciéndolo a Dios, que es el auténtico Señor. El servicio supone el
desarrollo de todos los talentos recibidos con una orientación altruista y amorosa,
que considera a los otros, y especialmente a los últimos, los destinatarios del bien
que genera en cada persona el desarrollo de lo recibido. La responsabilidad es el
sentido de la dignidad humana que nos impulsa desde la conciencia a dar
explicación, ante los otros y ante Dios, del desarrollo de los dones recibidos. De
estos dones y de su desarrollo, cada cual debe dar cuenta, como mínimo, ante su
conciencia, y como máximo ante el Señor Dios.
En la parábola de Mateo además, los siervos, encargados de velar por los intereses
de su señor hasta su vuelta, se identifican particularmente con los dirigentes de la
sociedad y de la Iglesia. Sus talentos son los grandes valores del Reino de Dios,
cuya gran riqueza han de apreciar haciéndolos crecer en esta historia, y por cuyo
desarrollo han de velar. Y los grandes talentos que hemos de desarrollar todos en la
Iglesia y en el mundo, especialmente por parte de los que tienen mucho, son el
amor liberador hacia los últimos, la fraternidad con los desheredados, la
solidaridad con los pobres y el servicio a los que sufren. Y esto con espíritu de
gratuidad gozosa, de servicio desinteresado y de responsabilidad exigente. Creo
que este camino, trazado en sus fundamentos por el evangelio, es el sendero que
conducirá a una transformación de esta sociedad decadente y en estado crítico.
San Pablo nos advierte que el día del Señor vendrá sorprendentemente (1Te 5,1-
6). Y cuando estén diciendo “Paz y seguridad”, entonces sobrevendrá la ruina. Pero
no debería haber sorpresa para los creyentes, los hijos de la luz, pues éstos están
viviendo con sobriedad y vigilancia. El libro de los Proverbios, por su parte, se
deshace en elogios hacia la mujer hacendosa, en la cual destaca, además de su
habilidad, su trabajo y su eficacia, su mano abierta al necesitado y al pobre (Pro
31,10-13.19-20). En la Iglesia oramos para que el Señor, que viene,
sorprendentemente cada día en los rostros sufrientes del mundo y definitivamente
como Señor al final de la vida, nos encuentre siempre activos en el crecimiento de
los valores del Reino, cuyo déficit es el fundamento de esta gran crisis de
humanidad en la cual nos encontramos.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura