"¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!"
Lc 18, 35 – 43
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
SEGUIR A JESÚS Y ALABAR A DIOS
Entre el ciego de Jericó y Jesús de Nazaret se entabla un diálogo que, si nos fijamos bien, va
más allá de la situación histórica particular. En efecto, antes de pedir el don de la vista, el ciego
exclama dos veces: «Ten compasión de mí». No le interesa únicamente resolver un problema
fisiológico, sino que desea obtener una curación completa. En este sentido, demuestra que ha
intuido desde el principio quién es Jesús. Por su lado, Jesús, el gran maestro, comienza su
diálogo con el ciego a partir de su necesidad física para llegar al don de la fe: “¿Qué quieres
que haga por ti?”.
En efecto, Jesús el Nazareno es el salvador del hombre, de todo el hombre, considerado en la
indivisible unidad de su persona. Es importante que le dé la vista de los ojos, pero es
igualmente importante, e incluso más, que lo disponga para reconocer el misterio de aquel que
tiene ahora delante.
La fe del ciego de Jericó se traduce de inmediato en dos opciones de vida: empieza a seguir a
Jesús y a alabar a Dios. La oración de alabanza expresa lo que este pobre ciego siente en lo
más profundo de su corazón y su deseo de comprometer a la gente que está presente en la
misma actitud. Por otra parte, no puede dejar de seguir al que le ha restituido la vista, al que le
ha liberado de su ceguera espiritual, al que se le ha revelado como Mesías y Señor.
Del don recibido al don comunicado. Éste es el itinerario del ciego de Jericó y el de cada uno
de nosotros. Un itinerario que, si quiere ser seguro y eficaz, no puede dejar de realizarse en
términos de seguimiento.
ORACION
¡Oh Señor, verdadera luz de mi conciencia, haz que yo vea!
Para desarrollar mi misión en el presente sin titubeos, con coherencia y libertad, resistiendo a
las lisonjas de la popularidad, ¡haz, Señor, que yo vea!
Para continuar sirviéndote en las controversias sin cansarme nunca por acordarme de un
tiempo más favorable, ¡haz, Señor, que yo vea!
Para hacer frente y, así lo espero, para superar acontecimientos alegres o tristes, siempre
enrocado en tu ley, consciente de que rara vez lo que brilla está en condiciones de dar alimento
y vida, ¡haz, Señor, que yo vea!
Para cantar por siempre tu bondad tantas veces probada, seguro de que este árbol mío dejado
marchitar dará fruto a su tiempo, ¡haz, Señor, que yo vea!
¡Oh Señor, verdadera luz de mi conciencia, haz que yo vea!