Los talentos
Homilía para el Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario (Ciclo A)
La parábola de los talentos (cf Mt 24,14-30) nos invita a aprovechar el
tiempo que nos queda antes de la segunda venida del Señor y, en todo
caso, antes de nuestro definitivo encuentro con Él en la muerte. Si
pensamos que la llegada del Señor está muy lejos podemos sucumbir a la
tentación de la indolencia, de la pereza. Pero, a su vuelta, el Señor va a
pedirnos cuenta de nuestra vida, de lo que hemos hecho con ella. Los dos
siervos que han obrado con responsabilidad son llamados a participar del
gozo con su señor. En cambio, el siervo inútil debe permanecer afuera.
Una importante tarea que se nos ha confiado es el trabajo: “La Iglesia halla
ya en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción
según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la
existencia humana sobre la tierra”, recordaba el beato Juan Pablo II en la
encíclica Laborem exercens (n. 4). El trabajo tiene su origen en el orden
creador de Dios y, aunque por el pecado original se convirtió en fatiga y
dolor, ha sido asumido por Cristo para redimirlo. Citando a San Josemaría
Escrivá, Benedicto XVI enseña que “al haber sido asumido por Cristo, el
trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no solo es el
ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad
santificable y santificadora” (31.3.2007).
Toda actividad humana ha de ser, pues, ocasión para desarrollar los
talentos personales poniéndolos al servicio del bien común en espíritu de
justicia y de solidaridad. Servimos a Dios en medio de la actividad cotidiana
y no al margen de ella. No puede existir para un cristiano una disociación
entre el trabajo, la vida de familia, las relaciones sociales y el cultivo de la
vida espiritual. Todo está unido, porque somos, en la globalidad de nuestro
ser personal, destinatarios de la llamada divina a ser santos, a hacer
fructificar en nuestra existencia los dones de la gracia.
Naturalmente, la parábola de los talentos no avala una burda “teología de la
prosperidad” que identifique sin más éxito mundano con bendición divina.
La riqueza es, en sí misma, un bien; pero un bien secundario. La riqueza se
convertiría en un obstáculo si se antepusiese a Dios y al servicio del
prójimo, erigiéndose en una especie de ídolo capaz de impulsar todas las
energías de nuestro egoísmo. La codicia no solo nos hará perder el alma
sino que, a largo plazo, como podemos constatar tantas veces, supone una
auténtica amenaza para el verdadero desarrollo económico (cf Benedicto
XVI, Caritas in veritate , 32).
El Señor hará justicia; es decir, pedirá cuentas. Al siervo inútil le recrimina
no solo su pereza, sino también su soberbia: “Le llama siervo malo, porque
calumnió al Señor; perezoso, porque no quiso duplicar el talento, y le
condena tanto por la soberbia como por la pereza”, comenta San Jerónimo.
El siervo inútil calumnia al Señor porque pretende justificar su pereza
disfrazándola de prudencia: “Señor, sabía que eres exigente, que siegas
donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a
esconder tu talento bajo tierra” ( Mt 25,24-25).
En la espera activa del Día del Señor (cf 1 Tes 5,1-6) debemos sembrar,
siendo útiles a nuestros prójimos con nuestra palabra y con nuestro
testimonio, para que Él pueda cosechar al fin de los tiempos.
Guillermo Juan Morado.