Comentario al evangelio del Domingo 20 de Noviembre del 2011
Jesucristo, Rey del Universo
El juicio final
En fuerte contraste con otras parábolas suyas, que se
distinguen por su extrema sencillez, aquí Jesús realiza un alarde de imaginación y nos dibuja un cuadro
magnífico y solemne. La misma idea del juicio final evoca sentimientos tremendistas, nos hace
imaginar escenarios terribles. Basta pensar en la fuerza y el dramatismo expresados en el célebre juicio
final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Por eso hay quienes creen que el Juicio final está pensado
para asustar al ser humano con ese género de representaciones que contrastan mucho con sus (nuestras)
preocupaciones cotidianas, mucho más modestas. Estas preocupaciones habituales e inevitables las
resumía muy bien el filósofo Epicuro en lo que él llamaba “el grito de la carne”: “no tener hambre, no
tener sed, no pasar frío”, o, si se quiere, en un lenguaje más actual, “un bienestar razonable”.
¿Se corresponde realmente el juicio de Dios con esas ideas tremendas, terribles y alejadas de la
cotidianidad pedestre de nuestra vida?
En realidad, el juicio de Dios es “final” no sobre todo porque esté al final cronológico de la historia
(sea ésta la historia universal, sea la pequeña historia que es la biografía de cada uno), sino porque trata
de las dimensiones últimas, definitivas, pero realmente presentes, si bien no siempre de modo
totalmente consciente, en la vida de cada día.
Hay que empezar diciendo que el juicio de Dios es, como todo juicio, un discernimiento y, por tanto,
un proceso. En él, en la “fase de instrucción” o recogida de rastros y pruebas, Dios ha salido en busca
del hombre, de modo parecido a cómo un pastor va en busca de su rebaño disperso, como de forma tan
expresiva y bella describe el profeta Ezequiel en el texto de la primera lectura. Va Dios a la busca del
que se ha perdido, de los “perdidos”. Esa pérdida (de sí) era ya toda una sentencia: el hombre se
condena a sí mismo a muerte cuando se aleja de la fuente de la vida, de Aquel que se la ha regalado. Y
si esa es la sentencia que el hombre dicta contra sí mismo (la que los seres humanos dictan además
unos contra otros, de manera directa o indirecta, mediante la violencia y el odio, o mediante la
indiferencia y el olvido egoísta), Dios ya ha juzgado de manera definitiva (un verdadero juicio final)
sin apelación posible: su sentencia ha sido la misericordia y el perdón. Pero, como la otra sentencia, la
de muerte, ya se ha hecho presente por el juicio (o la falta de él) del ser humano (Adán), Dios ha
asumido esa sentencia sobre sí, y la ha padecido en Jesucristo. Y así, venciendo la muerte desde dentro,
ha abierto a todos las puertas del perdón y de la vida, de la resurrección. Ese juicio de Dios es lo que
con tanta concisión y fuerza nos transmite hoy la primera carta de Pablo a los Corintios.
Pero si todo esto es así, ¿a qué viene –podríamos preguntar– esa parábola grandiosa del juicio final?
Más allá de la grandiosidad del escenario (requerido, sin embargo, por la seriedad de lo representado
en él), reparemos en su contenido, en lo que Jesús nos quiere decir. Lo primero que nos dice es que ese
juicio final también es un proceso que está sucediendo todos los días (también en fase de instrucción):
no es algo que está en un lejano y brumoso futuro escatológico, sino precisamente en esa cotidianidad
a la que nos referíamos al principio. En segundo lugar, se nos dice que, si el Juicio de Dios es el perdón
y la misericordia, y esa sentencia ya ha sido dictada de una vez y para siempre en la muerte y
resurrección de Jesucristo, ahora somos nosotros los que nos juzgamos a nosotros mismos: en la
medida en que acogemos esa capacidad de compadecer (= padecer con) de Dios con nosotros y la
proyectamos sobre los demás, precisamente sobre los que padecen (y, ¿quién no padece de un modo u
otro?). Es decir, ese “grito de la carne” del que hablaba Epicuro, ese es el contenido del juicio que está
en curso cada día, y en el que nosotros nos juzgamos a nosotros mismos. Pero si ese grito brota de
modo espontáneo de la carne de cada uno referido a sí, aquí se nos habla de acoger el grito de aquellos
que pasan hambre y sed, o están desnudos o solos o enfermos… Escuchar y responder. Sabemos lo que
es padecer esas necesidades, pues todos estamos hechos de la misma pasta, todos tenemos carne; por
tanto, podemos comprender los padecimientos ajenos, y participar en ellos, antes que nada no
provocándolos (evitar ser causa del hambre o la sed, o el sufrimiento de nadie) y, en segundo lugar,
tratando de remediarlos en la medida de nuestras posibilidades. Nadie puede decir que esos problemas
no le conciernen y no tiene que ver con ellos. Si no tenemos que ver con los sufrimientos de nuestros
semejantes, ¿con quién tenemos nosotros que ver? Al decir eso, ¿no estamos dictando sentencia contra
ellos, abandonándolos en su situación de necesidad, y contra nosotros mismos, rechazando la
compasión y la misericordia que Dios nos ofrece? El juicio es discernimiento, y lo que separa o
discierne a los seres humanos unos de otros no es, ante todo, ni el sexo, ni la raza, la nacionalidad, el
nivel económico ni el de instrucción, ni siquiera, sobre todo, la confesión religiosa, sino la capacidad
de compadecer, que es la que hace presente en la cotidianidad pedestre de nuestra vida y de sus
preocupaciones más elementales lo que de definitivo, “final”, no pasajero ni mortal hay en la vida
humana.
La sorpresa de los juzgados para la vida o para la condenación (“¿Cuándo, Señor…?”) nos ayuda a
comprender que en nuestra vida, aún sin ser del todo conscientes de ello, está continuamente presente
el mismo Dios: el rostro de Cristo es el de nuestros semejantes, y de modo especial de los que pasan
necesidad. Realmente, el primer y principal sacramento de Dios en la tierra, su forma más universal y
directa de presencia real, es el hombre, cada ser humano concreto, especialmente en sus sufrimientos.
Ese “no saber” tiene un significado muy concreto, que vale incluso para los que “saben”, para los
creyentes que reconocen en los demás, sobre todo en los pobres, el rostro de Cristo. Y es que al
compadecer, ayudar, visitar, consolar… no lo hacemos “para” salvarnos; como si fuera posible
“comprar” la salvación a base de buenas obras; como si éstas fueran una técnica religiosa “para ir al
cielo”. Cuando respondemos con misericordia (que incluye la justicia y es su forma suprema) a las
necesidades ajenas, lo hacemos “porque” la salvación ya está operando en nosotros de un modo u otro;
y la prueba de ello es nuestra capacidad de salir del círculo egoísta de nuestras necesidades y abrirnos a
las necesidades de los demás. Esto es, lo hacemos por amor a ellos. Pero, ¿no es el amor la presencia
de lo absoluto, definitivo y final en nuestro mundo pasajero y mudable? Sí. Ese es el juicio de Dios y
ese ha de ser el contenido del Juicio final, como dijo San Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida nos
examinarán de amor”. O, como más lacónicamente aún dice San Pablo: “el amor no pasa nunca” (1
Cor 13, 8).
José María Vegas, cmf