Jesucristo, Rey del universo
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
El último domingo del Tiempo Ordinario, como conclusión del año litúrgico, la
Iglesia celebra a Jesucristo, Rey del universo, por medio del cual quiso Dios
«reconciliar consigo todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz
por la sangre de su cruz» (Col 1,20).
Historia. Tradicionalmente se interpretaron como celebraciones en honor de Cristo
Rey tanto la Epifanía como el domingo de Ramos. El deseo de una fiesta específica
con este título, surgió en el s. XIX, con el deseo de que Cristo reine en la sociedad y
ésta se guie por los valores cristianos. La fiesta fue finalmente instituida en 1925
por Pío XI, que la fijó el último domingo de octubre, con claro sentido socio-político.
Así lo manifiestan los himnos y oraciones que se compusieron para la misa y del
breviario: «A ti los gobernantes de las naciones te exalten con público honor, te
honren los maestros y los jueces, te expresen las leyes y las artes. Brillen, a ti
sometidas y consagradas, las banderas de los reyes y, con suave cetro, domina las
patrias y las familias» (antiguo himno de vísperas). La reforma litúrgica la
reinterpretó, subrayando que Jesús es Rey siendo Pastor, Sacerdote y Siervo. La
actual colocación de la fiesta subraya la esperanza escatológica del reinado de
Cristo (es decir, que Cristo reinará definitivamente solo al fin de los tiempos), que
es el tema dominante de los domingos anteriores (últimos del año litúrgico) y
posteriores (primeros de Adviento del año siguiente).
Un Reino que «no es de este mundo» (Jn 18,36) . El ángel anunció a María
que su hijo reinaría para siempre (cf. Lc 1,32-33). Sin embargo, su nacimiento en
una cueva y su vida pobre ya hacían presentir que su reinado no tenía sentido
político. De hecho, Jesús no permitió que lo nombraran rey (cf. Jn 6,15) y rechazó
el estilo de gobernar de «los jefes de las naciones» (cf. Mt 20,25). Solo aceptó este
título el domingo de Ramos (cf. Lc 19,38-40) y en el juicio ante Pilatos (cf. Jn
18,37). Efectivamente, su realeza se manifestó en su pasión y cruz, teniendo una
caña por cetro, una corona de espinas, unos trapos por manto y una cruz por trono.
También lo confiesa rey el cartel de la acusación, redactado en las tres lenguas
principales de la época en Tierra Santa (cf. Jn 19,19s): hebreo (idioma religioso),
latín (idioma de la economía y del ejército) y griego (idioma de la cultura). No es
extraño que los sacerdotes y los ancianos se burlaran de Él diciendo: «Si es el rey
de Israel, que baje de la cruz y creeremos en Él» (Mt 27,42). Benedicto XVI
comenta que, precisamente porque Jesús se entregó libremente a su pasión y
renunci a bajar de la cruz, ésta «es el signo paradjico de su realeza […]
Ofreciéndose a sí mismo en el sacrificio de expiación, Jesús se convierte en el rey
del universo» (Ángelus, 22-11-2009).
El Papa afirma que, mirando a la cruz, se puede comprender qué significa que Jesús
es rey: «La realeza de Cristo es revelación y actuación de la de Dios Padre, que
gobierna todas las cosas con amor y con justicia. El Padre encomendó al Hijo la
misión de dar a los hombres la vida eterna, amándolos hasta el supremo
sacrificio» (Ángelus, 23-11-2008). Efectivamente, Jesús «no vino a dominar sobre
pueblos y territorios, sino a liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y a
reconciliarlos con Dios […] Ofreciéndose como expiacin por el pecado del mundo,
venció el dominio del “príncipe de este mundo” (Jn 12,31) e instaur
definitivamente el Reino de Dios» (Ángelus, 26-11-2006). En realidad, el reinado de
Cristo en la cruz manifiesta que su poder no se corresponde con el que se ejercita
en el mundo, sino que «es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal,
de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del
mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento,
encender la esperanza en la oscuridad más densa» (Ángelus, 22-11-2009).
Dadas las características que estamos comentando, no puede extrañarnos que la
liturgia subraye la dimensión futura de este reinado, que se manifestará
plenamente al final de los tiempos, cuando todos los enemigos y la muerte le serán
sometidos (cf. 1Cor 15,25-26). Pero esto no puede hacernos olvidar que este Reino
de Cristo ya ha comenzado, que se está realizando en la historia y que estamos
llamados a incorporarnos a él. La Iglesia es un anticipo del futuro reino de Dios. Es
la nueva Jerusalén, aún imperfecta porque peregrina en la historia, pero capaz de
anticipar ya la Jerusalén celestial.
Cristo, Señor del tiempo y de la historia . Las lecturas y oraciones de ese día
recuerdan el sacrificio redentor del Señor y dirigen la mirada de los fieles hacia su
retorno glorioso al final de los tiempos, cuando lleve la creación entera a su
plenitud, para la que fue creada, «y así Dios lo será todo para todos» (1Cor 15,28).
Al mismo tiempo, los animan a esforzarse en el trabajo diario para que el Reino de
Cristo, «Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia,
el amor y la paz» (prefaciodel día), se establezca ya en el mundo y alcance a todos
los hombres.
Una vez más, la liturgia cristiana confiesa a Cristo como «el alfa y la omega, el que
es, el que era y el que viene» (Ap 1,8), principio y fin de toda la obra creadora y
salvadora de Dios. Por eso, Benedicto XVI recuerda que Cristo es el Señor del
tiempo y de la historia y dice que esa fiesta invita a la contemplación de Cristo y de
su misterio en sus dos dimensiones principales: «La creación de todas las cosas y
su reconciliación. En el primer aspecto, el señorío de Cristo consiste en que “todo
fue creado por Él y para Él” […] La segunda dimensin se centra en el misterio
pascual: mediante la muerte en la cruz del Hijo, Dios ha reconciliado consigo a
todas las criaturas […] La realeza de Jesús se manifiesta en toda su amplitud
cósmica» (Homilía, 25-11-2007).
Ciclo a. año 2011. En el evangelio de la misa de este año se leen las palabras de
Jesús: «Venid, benditos de mi Padre, y heredad el Reino preparado para vosotros
desde antes de la creación del mundo». Éste es el mensaje central de la liturgia del
día: Dios tiene un proyecto eterno sobre nosotros, un proyecto previo a la creación
del mundo, un maravilloso proyecto de amor. Hemos sido creados para heredar su
Reino, para participar de su misma vida, para heredar una bendición.
Con la fiesta de Cristo Rey termina el año litúrgico, y éste es el mensaje que las
celebraciones de todo el año nos han intentado transmitir. En navidad celebramos
que el Hijo de Dios se ha hecho hombre para buscar a la oveja que estaba perdida.
Es lo que dice el profeta Ezequiel en la primera lectura de esta fiesta: «Yo mismo
en persona buscaré a mis ovejas […] y las libraré, sacándolas de todos los lugares
por donde se dispersaron». Al contemplar su vida pública se nos anuncia que su
predicación y sus milagros fueron la obra del Buen Pastor, tal como canta el salmo
del día: «El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace
recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas». Su muerte en
la Cruz es la ofrenda de su propia vida para convertirnos en herederos del Reino, tal
como reza el prefacio: «Ofreciéndose a sí mismo como víctima perfecta y
pacificadora en el altar de la Cruz, consumó el misterio de la redención humana».
Su gloriosa resurrección y ascensión al cielo es la apertura de las puertas del
Paraíso, tal como recuerda san Pablo en la segunda lectura: «Cristo resucitó de
entre los muertos, el primero de todos, como primicia». Las mismas celebraciones
anuales en memoria de los Santos son un testimonio de que una muchedumbre nos
precede y nos espera en el Reino. Definitivamente, estas pocas palabras condensan
toda la liturgia de la Iglesia: «Venid, benditos de mi Padre, y heredad el Reino
preparado para vosotros desde antes de la creación del mundo».
El terrible drama que se plantea es que Dios ha preparado para nosotros su Reino y
quiere acogernos en él desde toda la eternidad, pero respeta nuestra libertad, no
nos fuerza. Si escuchamos sus palabras y nos revestimos de sus sentimientos de
compasión y misericordia, visitando a los enfermos, compartiendo lo que tenemos
con los necesitados, acogiendo a los emigrantes, alimentando a los hambrientos…
las puertas del Reino se nos abrirán automáticamente. Pero si, por el
contrario, nos cerramos ante el sufrimiento de los hermanos, nos desinteresamos
de sus problemas, nos encerramos en nuestro egoísmo… nos estamos
autoexcluyendo del Reino. Como decía San Juan de la Cruz: «A la tarde te
examinarán en el amor».
Señor Jesús, te doy gracias de corazón por haber pensado en mí desde antes de la
creación del mundo, por haberme destinado a heredar tu Reino, por haberme
revelado el camino, por ser mi alimento y mi báculo. Te doy gracias por las
personas que me han vestido y alimentado, por los que me han visitado y
enseado, por los que han tenido paciencia conmigo y me han perdonado… Eras tú
mismo quien me visitaba y me tendía una mano en ellos. Te doy gracias por las
personas que han pedido mi ayuda y me han expuesto sus necesidades, por los que
han confiado en mí, por aquellos que he podido consolar o ayudar en sus
necesidades… Eras Tú quien me esperaba en ellos. Te pido perdn por todas las
veces que he ignorado el sufrimiento de mis hermanos, por todas las veces que no
he sabido acoger, compartir, escuchar con paciencia, perdonar… Era a ti a quien
rechazaba en ellos. Te pido por los que tú me has dado, los que has unido en mi
corazón y que forman parte de mi vida; que la certeza de estar destinados, desde
antes de la creación del mundo, a heredar tu Reino sea su gozo y su esperanza.
Que el escuchar de tu boca que son «benditos», «dichosos», «bienaventurados»…
llene de alegría sus existencias. Amén.
Podéis aprovechar para orar mientras escucháis un canto en honor de Cristo, al que
sean dadas la gloria y la alabanza por los siglos. Amén.