I DOMINGO DEL ADVIENTO A
(Isaías 63:16-17.19.64:2-7; I Corintios 1:3-9; Marcos 13:33-37)
Todos los tres hombres eran José. El abuelo era José, el mayor. El hijo, que todavía
vive, es José, el menor. Y el nieto, es simplemente José, el tercero. Sí, se confunde
un poco en el principio. Pero una vez que se conozca la familia, se distinguen los
tres como cachuchas de diferentes colores. Hay un caso semejante con el profeta
Isaías. El libro del profeta Isaías se compone de profecías de tres hombres
distintos. El primero es el gran profeta que predicaba en la antigua Jerusalén. Él
exhortó al rey que no temiera a Asiria sino pusiera la fe en Dios. Como prueba le
ofreció la señal de la joven dando a luz a un niño llamado “Emanuel”. Así Judá no
se cayó en las manos de los asirios como el reino del norte. Sin embargo, cien años
más tarde, Babilonia conquistó a Judá y deportaron al pueblo. Allá, en Babilonia, el
Segundo Isaías articuló palabras de consuelo a los exiliados. Contó del Sirviente
Doliente redimiendo a Israel de sus pecados. El Tercer Isaías vivió en Jerusalén dos
cientos años después de su primer tocayo. A él encontramos en la primera lectura
hoy.
Tercer Isaías ve problemas en todos lados. La ciudad con el gran Templo de
Salomón queda a escombros. La gente tiene pocos recursos pero más grave es la
desconfianza entre los exiliados regresados y los descendientes de los habitantes
que no se fueron llevados. Podemos imaginar las sospechas. Aquellos que no se
habían ido piensan que los exiliados comían los frutos de los jardines de Babilonia.
Entretanto los exiliados encuentran a personas de otras familias ocupando las casas
de sus antepasados.
Hoy la Iglesia está viviendo un tiempo difícil como los judíos en el tiempo de tercer
Isaías. Con la economía en crisis, muchos católicos luchan para mantener techo,
pan, y seguros. Más preocupante aún el relativismo ha agarrado el corazón de
muchos. La mayoría no asiste en la misa dominical. Según una encuesta hecha este
año 40 por ciento de los entrevistados dicen que ni siquiera es necesario creer que
el pan se hace en el cuerpo de Cristo en la misa para ser un católico bueno. Y
solamente 30 por ciento consideran la autoridad del Vaticano como muy
importante.
Una diferencia entre los católicos hoy y el pueblo de Jerusalén hace 2500 es el
sentido de contrición por lo que está pasando. Los católicos actuales no sienten casi
ninguna necesidad para el Sacramento de la Reconciliación. De hecho ni siquiera
reconocen sus pecados. En otra encuesta hace seis años sólo 12 por ciento dijeron
que van a la confesión más que una vez por año. En contraste, escuchamos a
Tercer Isaías lamentando: “…nosotros pecábamos y te éramos siempre rebeldes”.
El profeta sabe que sólo por admitir las fallas se puede volver al favor de Dios.
El pueblo judío ha soportado la humillación como los campesinos en medio de
sequía. Sabe que no hay remedio excepto el Señor. El profeta le pide que se haga
presente. “Ojalá”, dice, “rasgaras los cielos y bajaras”. Sólo por el sentido palpable
de Su acompañamiento cooperarán todos los grupos. Si no viene, son condenados
a riñas entre sí y al sometimiento a los poderes extranjeros.
Nosotros católicos sentimos la misma ansiedad en este primer día de Adviento.
Encendimos la corona como signo de la necesidad de socorro. Esperamos al Señor
Jesús para llamarnos a una fe más viva. Con su voz susurrando en nuestro oído nos
libraremos de la codicia nos ha engañado. Con sus ojos fijados en nuestro
comportamiento reconoceremos al hermano en el pobre. Y con su brazo apoyando
nuestro caminar no descarriaremos de nuevo.
No es que durante la sequía no se vean las nubes. No, las nubes se vienen y se
van, a veces llenando el cielo con la promesa de lluvia. Sin embargo, no se rinden
nada. Entretanto la gente reza como Isaías: “Rasgaras los cielos” y bajaran las
aguas. Es la postura para nosotros en estos primeros días de Adviento. Rezamos
que el Señor Jesús venga de nuevo. Le pedimos que nos libre del relativismo y nos
levante de sospechas. Que venga el Señor.
Padre Carmelo Mele, O.P